Cuando llegué a la tienda, me encontré con Sergio y un grupo de personas congregadas alrededor de una anciana que permanecía sentada en la calle. La piedra centenaria de la zona vieja estaba manchada por un charco de sangre que brotaba de su cabeza. La mujer, de unos ochenta y muchos años, podía haber sido la abuela de cualquiera de nosotros.
Estaba asustada. Lloraba en silencio, sujetando un pañuelo de papel empapado en rojo, como si intentara retener en sus manos el tiempo que se le escapaba.
Sergio me explicó lo sucedido: se la había encontrado en ese estado, ensangrentada, sin saber de dónde venía, ni hacia dónde iba. No quería decir su nombre, ni permitir que se contactara a su familia. Alguien había llamado a una ambulancia y solo quedaba esperar.
Corrí hasta la farmacia más cercana y volví con algodón y betadine. Me arrodillé a su lado.
—A ver, señora, vamos a limpiar esa herida. Ya vienen a llevarla al médico. ¿Tiene hijos a los que podamos avisar? ¿Quiere que los llamemos? ¿Dónde vive?
Su respuesta fue un murmullo desesperado, entrecortado por el miedo:
—No, no, no quiero. Ellos están trabajando. No les llamen. No quiero preocuparles. No, no, no.
Intenté razonar con ella.
—Pero, señora, tenemos que hacerlo. Y usted tiene que ir al hospital.
—No, no, no al hospital no —suplicó, con un hilo de llanto que quebraba su voz. De repente, me miró con dulzura y dijo—: Tú eres bueno, ¿verdad?
—Sí, señora, soy bueno —respondí, esbozando una sonrisa—. Buena pieza, pero bueno.
Asintió con su cabeza temblorosa y sus ojos húmedos de emoción.
—¿Me puedes dar la mano?
—Claro que sí.
Y se la tomé. Sentí su piel frágil y envejecida en mi palma. Ella comenzó a acariciarme con ternura, como si en ese gesto se concentrara todo el cariño que no había podido dar en los últimos años.
—Se va a poner bien, ya verá. No se asuste.
—¿Me estás diciendo la verdad?
Me clavó la mirada con una intensidad que me atravesó el alma. Como si me conociera. Como si viera dentro de mí.
—Claro, señora, yo nunca miento —le aseguré, mientras una procesión de mentiras, exageraciones y verdades a medias desfilaba en mi cabeza.
Entonces me pregunté: ¿Dios me estará hablando a través de esta mujer?
—Claro que se va a poner bien. Yo nunca miento.
Pero bajé la mirada.
—No quiero ir al hospital —insistió—. No, no, no. ¿Me acompañarás tú?
Su tono tenía algo familiar, como si la conociera de otra vida. Me resultaba imposible apartar la sensación de que aquella anciana no era una desconocida, sino un alma que había encontrado el camino de regreso a mí.
—Sí, señora, yo le acompaño. No se preocupe. ¿Dónde están sus hijos?
Su rostro se iluminó con un orgullo infantil.
—Uno trabaja en la Coca-Cola.
En ese momento llegó la ambulancia. Dos enfermeros bajaron y se acercaron a ella. Trató de resistirse, les hablaba como si fueran nietos, pero se la llevaron con amabilidad. Se aferraba a sus manos, como si el contacto humano fuera lo único que la sostenía en este mundo.
Los observé hasta que desaparecieron entre el tráfico. Sabía que yo ya no pintaba nada en esa escena, que eran sus hijos quienes debían estar con ella.
A lo largo de la tarde no pude sacármela de la cabeza. No la conocía, y sin embargo, era como si la hubiera conocido de toda la vida. Sus caricias en mi mano no eran las de una extraña.
¿Quién era? ¿De dónde vino, si nadie la vio llegar? ¿Qué fue de ella en el hospital? ¿Soy una persona que dice la verdad?
Y, por supuesto, no podía evitar darle mi toque marica a este capítulo místico:
¿Quién era el enfermero que bajó de la ambulancia con esa sonrisa tan sexy?
¿Cuál sería su número de teléfono?
¿El hijo de esta señora que trabaja en Coca-Cola, cuántos años tendrá? ¿Será guapo?
Pero una cosa estaba clara en esta parábola de la vida: mentí a la señora.
Le prometí que la acompañaría y no lo hice.
—¿Tú dices siempre la verdad?
—Sí, señora, yo siempre digo la verdad…
Pero no. No siempre.
Ya veo, Molenzuncito. El carajo dices la verdad.