He tenido que hospitalizar a Tucho. Estoy francamente preocupado, no hago otra cosa que pensar en él, todo el día, cada instante. En la clínica veterinaria, el fin de semana es un desierto, un lugar donde el tiempo parece detenido. Solo una chica de guardia pasa cada tres horas para revisar a los animales ingresados, y entre ellos, mi pequeño. Mi niño.
Verlo allí, atrapado en esa jaula, con la vía clavada en su diminuta patita blanca, me rompe el alma. Su mirada, cargada de un dolor que no entiende, me suplicaba que no lo dejara allí solo. No podía explicarle que lo hacía por su bien, que era lo mejor para él aunque fuera lo peor para mí. Como un juez que dicta su propia sentencia de condena, tomé la decisión con la esperanza de que mejorara.
Le están administrando corticoides y antibióticos. Su hígado está dañado, teñido de un amarillo que anuncia lo que no quiero oír. Su cuerpecito está deshidratado, y el suero en vena apenas logra devolverle algo de fuerza. No comía nada desde hacía cuatro días. Cuatro días de lucha silenciosa, de mirada apagada, de un vacío que ya me anunciaba el final.
Después de lo que viví con Manchís, con Gloto, con Hilarita, con Basi, con Bonzo, con Coca… cada una de esas ausencias aviva mis miedos como brasas encendidas en la tormenta de mi corazón. Sé que la muerte es el desenlace inevitable para todo ser vivo, pero saberlo no lo hace menos insoportable. Solo pensarlo me desgarra por dentro. Lloro como un imbécil, como un niño que no entiende por qué Dios le arrebata lo que más ama.
Sé que no puedo hacer más de lo que estoy haciendo, pero si pudiera, le daría mi vida.
Algunos dirán que amar tanto a un gato es una exageración. Otros pensarán que es una muestra de sentimentalismo absurdo, de humanizar a un animal más allá de lo razonable. Pero para mí es algo sencillo: yo no tengo hijos, nunca los he tenido, y estos gatos y perras han sido mis hijos. Criaturas a las que he amado con toda mi alma, a las que he cuidado, que me han acompañado en cada momento de mi vida. Son la razón por la que no me muero de asco en este mundo que a veces me da vértigo.
El problema de estos hijos es que la vida les ha dado un tiempo demasiado corto. Un tiempo injusto.
Tucho lleva conmigo desde 1993. Hemos compartido una vida entera de momentos. Lo recuerdo cuando era un gato travieso y curioso, un torbellino de energía con un ojo azul y otro verde, con orejas grandes como las de un conejo. Recuerdo aquella vez que casi lo pierdo para siempre. Saltó por la ventana del quinto piso, resbaló en el alfeizar mojado y, por un segundo eterno, lo vi desaparecer. Grité como un loco y me lancé tras él, sin pensar. Y cuando ya estaba imaginando lo peor, cuando el vacío de su ausencia ya se estaba formando dentro de mí, lo vi subir de nuevo, aferrado con una de sus diminutas uñas a no sé qué milagro. Lo comí a besos, lo abracé con todas mis fuerzas y luego, entre sollozos, le di un cachete en el culo. No me repuse en una semana.
Hoy, en la clínica, mientras le cortaban esas mismas uñas, yo revivía aquella escena como un puñal en el pecho. Me aferré a su pequeño cuerpo con la esperanza de que, como aquella vez, lograra aferrarse a la vida y regresar a mí.
Dios, que siempre me escuchas y siempre me jodes, no te lo lleves.
No ahora.
Déjamelo un poco más. No me hagas pasar por esto otra vez. No lo aguantaría.
