15 de Enero

Hombre reflexivo en una habitación tenue, rodeado de libros y cartas del tarot, mientras escucha la historia de un hombre sin hogar.

Hoy me han colocado el nuevo escaparate en la tienda, y ha quedado mucho mejor que antes. He encargado uno a prueba de balas y con efecto espejo, y además, me ha llegado la nueva ADSL con un móvil híbrido de regalo. Parece que la semana comienza con buen pie.

El lunes volví a atender a mis clientes. Entre ellos, llegó una parte de la familia gitana que se ha vuelto asidua a mi consulta desde hace un mes. Nunca les cobro nada porque tampoco tienen nada. Son personas que sobreviven vendiendo cuatro trapos y recogiendo chatarra. En Reyes, como muestra de cariño, me regalaron un pijama precioso y muy calentito, el mismo que llevo puesto mientras escribo estas líneas.

También atendí a un cliente sin hogar, un hombre cuya historia ya he contado antes. Ha sido víctima de la mala gestión de su madre, quien lo etiquetó como «incapacitado mental» solo para cobrar una ayuda del Estado. Un diagnóstico erróneo lo dejó en manos de instituciones que lo maltrataron, lo sometieron a negligencias psiquiátricas y lo marcaron socialmente. Su incapacidad no era mental, sino económica y emocional. Sin nadie que lo defendiera, sin recursos, sin oportunidades, terminó en la calle, perdido en un limbo de miseria y delincuencia. Su historia incluye una condena por apuñalar a un hombre, un delito que lo llevó a prisión hasta el año pasado.

Lo conocí poco después de salir de la cárcel. Entró en mi consulta sin un euro y con un dolor que podía sentirse en su mirada. Estaba enamorado de una mujer que también había pasado un sinfín de penurias. Compartían el frío de las calles y la caridad de unas monjas, y en medio de tanta desolación, nació el amor. Para él, ella representaba el único refugio, el único punto de apoyo en una vida de abandono y desesperanza. Su madre lo rechazaba, sus enemigos lo buscaban, su futuro era un callejón sin salida. Pero su amor por esa mujer era lo único que le hacía sentir vivo.

Hoy ha vuelto a mi despacho. Su aspecto delataba agotamiento físico y psicológico. Envuelto en un abrigo pesado, con la mirada perdida y una tos que evidenciaba una bronquitis galopante, se sentó frente a mí, abatido. Su chica lo había dejado. Lo único que le daba un mínimo sentido a su existencia, lo único que lo mantenía con fuerza para seguir adelante, se había desmoronado.

Le eché las cartas, traté de animarlo, le di consejos y le ofrecí la poca esperanza que podía brindarle en su situación. Pero al final del día, me quedé con la sensación de impotencia. Mis clientes gitanos, este hombre, y tantos otros que vienen a mí en busca de una luz, necesitan algo más que mis palabras. Necesitan oportunidades reales para salir adelante, y yo no sé cómo dárselas.

A veces, mientras los escucho, me hago preguntas inevitables: ¿Por qué unas personas triunfan y otras fracasan una y otra vez? ¿Qué hicieron Jacqueline Kennedy, las Koplowitz o Ivana Trump que ellos no puedan hacer? ¿Por qué algunos logran el éxito y otros parecen condenados al fracaso eterno?

Durante años, he intentado ayudar de todas las maneras posibles. He metido en mi casa a personas sin hogar, les he dado comida, techo, oportunidades para que pudieran recuperarse. Pero en muchas ocasiones, me encontré con individuos que se abandonaban en la comodidad de lo gratuito, que se quedaban estancados en la inacción. Pasaban meses sin dar un solo paso hacia adelante. Muchos huían de cualquier estructura que les exigiera responsabilidad, convencidos de que el mundo entero estaba en su contra.

Otros simplemente no querían un trabajo que los atara a horarios. Preferían vivir de la improvisación, salir de fiesta de miércoles a sábado, y cuando finalmente encontraban un empleo, lo dejaban con la excusa de que era «una explotación». Después de demasiadas decepciones, decidí que mi ayuda no podía incluir un techo, porque acababa sintiéndome utilizado.

Pero este hombre es distinto. Lo veo en su mirada. Él querría trabajar, él querría salir adelante, él querría una vida digna. Pero hasta ahora, no ha encontrado la manera de lograrlo.

En contraste, tengo clientes que son inmensamente ricos y poderosos. Cuando los atiendo, observo con atención sus vidas, sus estrategias, sus decisiones. Me fascina entender qué los ha llevado hasta donde están. Cómo lograron el éxito. Por eso, mi próximo libro girará en torno a estos temas: el triunfo, el dinero, el poder, la belleza, la fama, la pobreza, la exclusión. ¿Qué factores determinan el destino de cada persona?

Pero hoy, la única certeza que tengo es esta: ese hombre duerme en la calle, mientras yo duermo en una cama cálida, arropado por mi pareja. Él cena una fruta, mientras yo disfruto de un plato de arroz al curry con albóndigas y un helado crocante. Y mientras escribo estas líneas, ¿qué estará haciendo él?

Si tuviera el poder, cambiaría todo esto. Si fuera alcalde, presidente del gobierno, si tuviera una influencia real en el mundo, me dedicaría a erradicar la miseria. Haría que todos los que duermen en la calle tuvieran una casa digna, un trabajo real, una ayuda que no fuera solo un parche temporal. Me siento diminuto ante la magnitud del problema. Pero a pesar de todo, sigo ayudando en lo que puedo.

No voy a fingir que no adoro el dinero. Me encanta, lo disfruto, quiero mucho más. Vivo rodeado de tecnología, con el mejor móvil, la ADSL más rápida, un despacho en Madrid, otro en Galicia y otro en Portugal. Tengo empleados, gabinete de prensa, entrenador personal, masajista, psicóloga, coches, gadgets de última generación, asistentes y un negocio que funciona. No tengo intención de renunciar a nada de eso. Al contrario, quiero más. Quiero ser inmensamente rico. Pero también quiero usar ese dinero para hacer algo que valga la pena. Quiero comprar un terreno enorme para rescatar a todos los animales abandonados, pagarles un sueldo a cuidadores que los protejan, quiero poder hacer llamadas y conseguirle empleo a quien yo desee con un simple «hazme este favor». Quiero poder mover el mundo con un solo gesto.

Pero todo esto no quita que siga ayudando gratuitamente a los que me necesitan. Que siga dándoles una luz en medio de la oscuridad.

La gran pregunta es: kármicamente hablando, ¿estas personas pueden cambiar su destino? ¿Pueden realmente dejar de ser pobres, de ser vagabundos?

Y la respuesta es sí.

Pero solo hay una fórmula: creer en sí mismos y tener, aunque sea, una sola jodida oportunidad en la vida.

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