19 de Febrero

Hombre acostado en la cama con expresión de dolor, rodeado de medicamentos y un médico acupuntor preparando agujas en un ambiente melancólico.

Llevo una semana larguísima en la cama, atrapado en un bucle de espasmos brutales que me dejan inmóvil durante horas. El dolor es insoportable, una puñalada constante en el culo que me recuerda que la fisura anal que tengo desde hace años ha decidido reabrirse con todo su esplendor. No puedo ir al baño sin que las lágrimas me caigan a chorros y tenga que morder una toalla para no gritar. Me siento como si estuviera pariendo, pero sin la parte bonita de la maternidad.

Por supuesto, la solución pasa por embadurnarme en pomadas con lidocaína, corticoides, antibióticos, betadine y atiborrarme a Nolotil, esperando algún milagro. Pero no hay tregua. Mi culo está KO. No puedo trabajar, no puedo moverme, no puedo ir a la tienda. Estoy completamente muerto en vida.

Ojeras, mal humor, tristeza y desesperación fueron el cóctel perfecto para decidir, por enésima vez, pedir cita con mi médico de cabecera. Otra vez a enseñarle mi lindo trasero a un doctor, porque claro, en esta vida hay que compartir los momentos más íntimos con desconocidos. A las nueve de la mañana ya estaba allí, de pie, incapaz de sentarme, rodeado de toses y virus ajenos, esperando que la chica de la gripe terminal terminara de rociarme con su peste.

—Hola, doctor.

—¿De qué se trata? —preguntó con desgana.

—De mi culo. Me duele a rabiar. Tengo una fisura anal y no puedo hacer caca sin llorar de dolor. Cuando lo consigo, a las tres horas me dan espasmos que me hacen sentir como si me estuvieran apuñalando por detrás y girando el cuchillo.

—¿Tienes hemorroides? ¿Sufres estreñimiento?

Bravo, querido Watson. Un genio del diagnóstico.

—No tengo estreñimiento, pero el primer esfuerzo es duro y después todo sale blando —le respondí con paciencia forzada—. Pero no aguanto el dolor. Estoy postrado en la cama, sin poder moverme, retorciéndome cada pocas horas.

El gordito doctor, que parecía tan entusiasmado con su trabajo como un gato con un baño, me recetó un arsenal de medicamentos con la misma empatía con la que se reparten folletos en la calle. A su lado, su secretaria, con cara de haber tenido el peor polvo de su vida (o ninguno en años), me miraba con el mismo interés que una piedra.

—Vas a ir a pedir cita con el proctólogo para que haga un diagnóstico y decida si hay que operarte.

—Sí, pero ya he ido tres veces cuando tenía seguro privado y me dijeron que sí, que hay que operar.

—Pues tienes que volver a ir.

Y así, con mi enorme dolor, fui a pedir mi cita con dos administrativas cuarentonas aburridas que me dieron la primera fecha disponible para mi “urgencia”: el 26 de octubre. Para ver al proctólogo, no para operarme. Para la cirugía, ya veremos.

Eficiencia en estado puro.

No podía creerlo. Pensé que había escuchado mal.

—Perdón, creo que no me has entendido. Es un dolor fuertísimo, necesito que me atiendan ya.

—Ahí no sé —respondió la funcionaria con menos ganas de vivir que yo—, hable con el doctor.

Y allí fui, de nuevo, a encontrarme con el dúo dinámico: el gordito y la mal follada.

—Disculpe, doctor. Acabo de pedir cita con el proctólogo como me dijo y me la han dado para el 26 de octubre. No puedo esperar tanto.

—Ahí no sé, vaya a urgencias si le duele mucho.

Sí, claro, genial, y mientras tanto, ¿me atiborro de pastillas de caballo sin poder moverme? 450 euros al mes en seguridad social y esto es lo que me ofrecen. Lo que no entiendo es por qué nos piden que no vayamos a urgencias si ellos mismos nos mandan allí porque no hay otra opción.

Desesperado, hice caso a María, mi astróloga, y fui a una clínica de acupuntura. Mi última esperanza.

El viernes, con un esfuerzo titánico, me levanté de la cama tras siete días de inmovilidad, me duché y me dirigí al consultorio donde me esperaba mi nueva doctora: una mujer cubana, médico naturista y acupuntora.

Hoy es domingo y, milagrosamente, ya no me duele el culo. El sábado por la noche fui al baño y casi no sentí dolor. Los espasmos han desaparecido.

¡Ole tus ovarios, doctora! Me clavó agujas en todas partes y cuando digo en todas, me refiero concretamente a mis huevos. Bueno, no exactamente, sino más abajo, en un punto de energía que está entre el ano y los testículos. Sí, el punto G masculino.

—¿Estás bien? —me preguntó con dulzura.

Ahí estaba yo, en pelotas, con las piernas recogidas como una parturienta y una aguja clavada en el perineo.

—Sí, por supuesto… «divinamente«.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *