He pasado todo el día de domingo en casa, descansando, leyendo, viendo televisión, diseñando y charlando por mi Messenger con un desconocido que, por casualidad, apareció en mi pantalla.
¡Qué agradable sorpresa me dio mi media naranja! Se autodenominó con ese apodo.
No sabía quién era, así que le pregunté y se presentó. Hablamos durante horas sobre todo tipo de cosas. Cada tres minutos cambiaba de foto, tenía más poses que una modelo en un calendario de año nuevo. Su rostro era dulce, como un dibujo a carboncillo, y sus ojos rasgados, como los de un felino. Rubén era un chico de 19 años, muy bien estructurado, que disfrutaba de una vida social activa en el ambiente gay de Málaga.
Provenía de padres separados, ricos, con buena vida, buena educación, modales refinados, amor por lo bello, por el arte y por el ritmo que la vida nos regala. Tenía la conciencia tranquila, sustentada un amor de tres meses con un hombre mayor que él, quien lo rescató de un abismo depresivo propio de su edad. A sus 19 años, se sentía orgulloso de estar labrando su propio camino.
Me habló, sentó cátedra, me apoyó, me admiró, me criticó, me odió y me amó. En toda una tarde de domingo apareció como un sueño y luego desapareció en la nada.
¿Quién era? ¿Qué hacía en mi ordenador? A decir verdad, a quién coño le importa, era bellísimo, y no solo por fuera. Tenía algo muy especial que se manifestaba en cada palabra que escribía.
Luego volví a la realidad y me preparé la comida-cena, ya que había estado todo el día en ayunas. Estaba tan entretenido que se me olvidó comer.
Más tarde, estuve viendo con Dani varios capítulos de la primera temporada de la serie española: ‘Aquí no hay quien viva’, una serie ideal para desconectar del mundo y entretenerte fuera de tus pensamientos recurrentes. Me quedé dormido en su regazo, envuelto en mi vieja manta, sobre el sofá ‘rojo sangre’ de nuestra salón, completamente acurrucado, cómodamente en mi verdadera realidad.
Más tarde, sentí ganas de volver a conectarme a Internet, quizás buscándolo. Allí estaba, mi espejismo, saludándome de nuevo y despidiéndome después, con un arrebato de enojo y cólera por uno de mis comentarios, algo tan propio de quien nunca sabe cuándo estar callado.