19 de Octubre

Hombre melancólico abrazando a su gato blanco con ojos heterocromáticos, reflejando una conexión profunda de amor y despedida.

Tucho sigue mal. Parecía que desde el lunes comenzaba a remontar el vuelo. Pasar dos días en la clínica con el suero puesto lo hizo alzarse como un ave fénix. De pronto, despertó con otro semblante, con una chispa en los ojos que hacía tiempo no tenía. Volvió a pedirme comida a las ocho de la mañana, como solía hacer cuando todo estaba bien.

Esa mañana, mientras yo dormía derrumbado entre las sábanas, su chillido en la puerta del dormitorio me hizo saltar de la cama de un brinco, aún semidormido, en trance. Como una madre que se despierta una y otra vez con el llanto de su bebé en la cuna, me levanté automáticamente para alimentarlo.

Por fin tenía hambre. Por fin tenía apetito. Los antibióticos y los corticoides parecían estar ganando la batalla contra la maldita infección de hígado. El análisis del lunes mostró un nivel de azúcar en sangre dentro de la normalidad, ciento y pico, quizá gracias al suero, quizá porque la insulina empezaba a hacer su trabajo. Todo parecía encaminarse.

Pero hoy es jueves, y todo mi gozo se ha desplomado como un castillo de naipes. La enfermedad ha vuelto a golpear sin piedad. Está más débil que nunca, sus patas no lo sostienen, se tambalea al caminar. Bebe y come sin cesar, como si su cuerpo lo exigiera a gritos. Son síntomas de la diabetes: más apetito (polifagia), más sed (polidipsia), mayores volúmenes de orina (poliuria) y una pérdida de peso alarmante. Tucho ya no es más que un esqueleto cubierto de piel, su masa muscular ha desaparecido. Sus ojos, enmarcados por lagrimales inflamados, segregan lágrimas constantes, y no dejo de limpiárselas con algodón.

Le inyecto insulina por la mañana y por la noche. Le doy el antibiótico, los corticoides, todo lo que me han indicado en la clínica. Pero no mejora. Su fragilidad es un reflejo de mi desesperación. Estoy viendo lo peor, y la angustia me consume. Ya no sé qué hacer.

Dani, mientras tanto, sigue con sus cursos de producción e iluminación de escena. Está absorto en su mundo, atrapado en su propio egoísmo teatral y en sus sueños de futuro. A sus 26 años, la vida le parece un juego divertido, un camino lleno de oportunidades. No se da cuenta de mi dolor, ni de que Tucho se muere.

Está de buen humor todo el día. Se sienta frente a la televisión, sumido en la irrealidad de una película, o bromea con Sergio como si nada estuviera pasando. Esta desconexión me duele más que la propia enfermedad de Tucho.

A veces se acerca, me pregunta con desinterés:
—¿Qué tal está?

Le acaricia la cabeza durante tres segundos y vuelve a su serie o a su ordenador.

La juventud es así, egoísta, ajena a todo lo que no le afecta directamente. Lleva siete años viviendo con Tucho y conmigo, y me da la sensación de que cree que, por no hablar del tema, el problema desaparece. O tal vez simplemente no lo quiere como yo. Es lo más probable.

Nunca he encontrado a nadie que ame a los seres que yo amo de la misma manera que lo hago yo. Ni pareja, ni amigos, ni siquiera mi familia. Nadie comparte mi amor por los animales. Con Tucho, este amor ha sido un vínculo privado durante catorce años, un sentimiento que nunca logré compartir con nadie.

Me cuesta entenderlo. Hay seres que se hacen querer por naturaleza, no solo por su belleza, sino por su ternura infinita. Viven con nosotros, nos acompañan en la rutina, pero aún así, parecen invisibles para los demás. Si Tucho nos deja, sé que el único que sufrirá su pérdida de verdad seré yo. No puedo imaginar la vida sin él. Siento que ha estado en casa desde siempre.

Mientras tanto, los clientes llaman sin cesar. Atiendo consultas por teléfono, en persona, como si el mundo no se estuviera desmoronando a mi alrededor.

Óscar está pintando las puertas de casa de un blanco brillante y el olor a pintura inunda cada rincón.

Para distraerme, he ido a comprar azulejos nuevos para el baño. Me he decidido por un diseño que simula burbujas blancas y azules en mosaicos de cristal de colores. Suben desde el suelo hasta el techo como pompas de jabón ascendiendo al cielo.

Quizá, si logro transmitir alegría a mi entorno, logre engañar un poco a la tristeza. Siempre creí que si decoras tu espacio con positividad, la vida responde con lo mismo. Según el Feng Shui, así funciona. Pero quizá solo sea una forma de autoayuda, otra terapia más para intentar sostenerme en pie.

No siento los dedos. Se me han dormido de tanto apretar los puños. La espalda me duele a rabiar. Necesito un masaje, un respiro, un instante de paz.

Tal vez me suba al coche y me escape a la playa. Necesito oír el mar. Desconectar. Aunque sé que, por mucho que me aleje, el dolor seguirá esperándome aquí.

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