2 de Enero

Hombre calvo bien vestido, con ojos verdes grisáceos, sentado solo en un escritorio escribiendo en un nuevo diario. La escena es introspectiva y melancólica.

Me desperté tarde, a las 2:15 del mediodía. Dani y yo fuimos a comer a casa de su madre, donde nos quedamos hasta las 20:30. La atmósfera de la casa sigue impregnada de luto, la sombra de su padre aún pesa demasiado. Aunque los vi reír y bromear en ciertos momentos, cualquier ocasión es buena para recordar al que falta, para traer a la conversación lo que le gustaba, lo que hacía, lo que decía… La tristeza sigue sentada a la mesa, como un invitado más.

Comimos cochinillo. Apenas probé bocado. No pude. Me dio un mal rollo terrible ver aquel cerdito calcinado, en posición fetal sobre la fuente, con la piel crujiente y dorada, pero con una expresión que parecía congelada en el tiempo, como si aún sintiera el dolor de su último aliento. Qué crueldad esta forma de presentación y qué real al mismo tiempo. Qué triste es saber que para comer tenemos que matar. Y qué sencillo es olvidar lo que hay detrás de un plato servido sobre la mesa.

Matar para alimentarse es una justificación milenaria, una excusa inscrita en la moralidad humana desde la prehistoria. Somos carnívoros, nuestras necesidades nutricionales están configuradas para ello, y aún así, cuando lo piensas de verdad, cuando miras al animal entero, con su cuerpecito en el centro de la mesa, es imposible no sentir que hemos fallado en algo. No pienso en esto cuando como un filete de pollo. En ese momento, solo es comida, solo es proteína, no un ser vivo con ojos, con conciencia. Pero si lo hubiera conocido, si lo hubiera visto correr por el campo, jamás lo habría podido matar, ni mucho menos llevarme un pedazo a la boca.

A la noche, discutí fuerte con Dani. Nos gritamos. Estoy harto de que todo gire en torno a la muerte de su padre. Ya es hora de superarlo. No se trata de olvidar, lo sé, pero sí de seguir adelante, de entender que la vida sigue, que no podemos quedarnos congelados en la pérdida. Desde hace meses, cualquier excusa es válida para refugiarse en la nostalgia, en el victimismo, para arrastrar el día a un pozo de oscuridad. Es como si no pudiera permitirse un momento de felicidad sin sentirse culpable.

Pero yo estoy aquí. No soy un fantasma. Estoy vivo. Y él también. ¿Cuándo se va a dar cuenta de que aún queda vida por vivir?

A veces siento que no le importo en absoluto, que todo su mundo se reduce a su familia, a su dolor, a su ausencia. No se alegra por mí. No vibra con mis alegrías ni se hunde con mis penas. Si salto, no salta conmigo. Si me emociono, él permanece impasible, como si estuviera observándome desde una pantalla, sin involucrarse, sin entrar en escena. No sé… Su sequedad emocional me desespera. ¿Es frialdad? ¿Es apatía? Me dan ganas de zarandearlo, de darle un puñetazo en el pecho solo para comprobar si ahí dentro sigue latiendo algo por mí.

Hoy he estado escuchando música a todo volumen, al máximo que mi equipo me permite sin hacer saltar los cristales. Il Divo. Dios, cómo suenan. Me erizan la piel. Me atraviesan el alma. No puedo dejar de ponerlos en bucle, una y otra vez, hasta que se vuelven parte de la atmósfera, hasta que cada acorde se imprime en las paredes de la casa.

Mi vecino debe estar hasta los cojones de mí. Seguro que piensa: «Esta bruja marica excéntrica y seudofamosa, ¿qué cojones se cree que es esto?»

Hoy también he estrenado mi nueva agenda de 2007. La compré en Ourense, cuando fui al festival de cine independiente. Es mi nuevo diario, el testigo de todo lo que vendrá, el recipiente de mis desvaríos y de mis verdades más crudas. Me gusta estrenar agenda. Me da la sensación de que todo comienza otra vez, de que hay orden, de que la vida tiene un equilibrio, aunque sea por unas horas.

Qué fácil es sentirse bien con cosas tan pequeñas, ¿verdad?

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