20 de Febrero

Hombre de mediana edad reflexionando sobre su infancia en una sala de estar cálida y nostálgica, con un retrato de su madre en la pared.

Hoy tuve mi segunda sesión de acupuntura con Yamila, mi nueva doctora. Esta vez me colocó aún más agujas y durante más tiempo. La de la muñeca izquierda me dolió un poco, pero el resto de la sesión fue una experiencia profundamente relajante. Acostado en la camilla, con la vista fija en la luz alógena del foco y envuelto en aquella música etérea, me dejé llevar. Era como flotar en otra dimensión.

Me sienta bien esta medicina china. Siento perfectamente el flujo de energía recorriendo mi cuerpo, desde los brazos hasta los pies, que siguen fríos como siempre. Antes de comenzar la sesión, le comenté a la especialista que tras la primera sesión me había sentido increíblemente lúcido, como si de pronto todo adquiriera un nuevo significado. Como si la niebla se disipara y pudiera ver con claridad lo que antes estaba oculto.

Y en esa claridad repentina, me di cuenta de algo que me dejó atónito: tengo un trauma con mi madre. Es absurdo que haya tardado tanto en verlo. Vivo en la casa donde nací, abrí mi tienda hace tres años justo al lado de la suya, y cada vez que pasa algo en mi vida, la llamo. Si discuto con alguien, ella es mi receptor inmediato de broncas, como si tuviera la culpa de todo.

Cuando voy a su casa a comer, me acomodo en el sofá de siempre y me quedo dormido en posición fetal, como cuando era un niño. Y después de cada comida, exijo un helado, y si no lo hay, me enfado. En mi casa, mi obsesión son los yogures de plátano, porque su sabor me recuerda al helado derretido de mi infancia.

Puse mi despacho en lo que fue su habitación, y sin pensarlo, coloqué mi silla en el mismo lugar donde ella cosía. Duermo en el lado de la cama donde dormía ella. Y mantengo muebles antiguos que ya deberían haber desaparecido, pero me resisto a deshacerme de ellos.

¿Cómo no lo vi antes? ¡Tengo un trauma con mi madre!

Por eso soy como soy. Tengo su mismo carácter, su sinceridad implacable. Incluso nos parecemos físicamente. Me sentí ridículo al darme cuenta de que había pasado toda mi vida con este trauma moldeando cada una de mis decisiones. Yo, que ayudo a tanta gente con sus propios traumas, no había visto el mío. ¡Vaya mierda de adivino!

Todo llega cuando tiene que llegar. Lo descubro ahora, justo en el momento en que mi madre me dobla la edad. Es un instante único en la vida, el único momento en que madre e hijo coinciden en una cifra doble. Es un punto de inflexión, un lazo que se cierra, el final y el principio de un ciclo.

El sábado se lo conté a mi madre:

—Mamá, acabo de darme cuenta de que tengo un trauma contigo.

—¿Qué dices? ¿Qué tonterías estás diciendo ahora? —me respondió, restándole importancia.

—Mira, he abierto la tienda al lado de la tuya, siempre te llamo, duermo en tu lado de la cama, me obsesionan los yogures de plátano…

—Ay, Santi, no te hagas películas. Abriste la tienda aquí para venir a comer a casa todos los días. No te hagas el tonto.

—Pero mamá, ¡no lo hice por eso!

—Bueno, bueno, pero bien que venías todos los días a comer.

—Mamá, ¿alguna vez me abandonaste en algún sitio?

—¿Qué dices ahora?

—Sí, porque tengo una sensación de abandono. Algo tuvo que pasar en mi infancia. A lo mejor me dejaste encerrado en el baño o en la piscina aquella a la que íbamos…

—Mira, hijo, la única vez que te «abandoné» fue cuando tu padre y yo nos fuimos de viaje y te dejamos con Tinucha.

—¡Ves! ¡Fue con Tinucha! —le dije, mientras Dani se moría de risa. Tinucha era su mejor amiga en los años 70.

Mi madre está curada de espanto con mis delirios. Imagínate lo que ha tenido que aguantar con un hijo como yo. Tiene mérito haberme soportado tantos años y seguir intentando entenderme. No soy una persona fácil. A ciertas edades, la paciencia se acorta, y más con alguien como yo.

Mi forma de ver la vida, mi sentido del humor y mi completa falta de pudor han hecho que viva intensamente mis 36 años. Ella ha sido testigo de todas mis etapas y, sin embargo, siempre me ha dado su opinión sincera, que jamás ha coincidido con la mía. Por eso, cuando hablo con ella, es como un jarro de agua fría. Tiene 73 años, pero se ve joven, con la piel lisa. No aparenta su edad.

Yo, en cambio, no creo que llegue a los 50. Y la verdad, no sé si me importa.

Un día, me encontré con ella en un semáforo:

—Mamá, mira lo que me he comprado —le dije ilusionado—. ¡Un GPS!

—Hijo mío, eres el tonto del dinero —respondió sin inmutarse—. El tonto del dinero.

Y se fue.

Otro día, iba por el parque y un grupo de ocas salvajes, bastantes territoriales y violentas le atacó. Ni corta ni perezosa, agarró al que la picoteaba, le dio un bofetón y siguió caminando como si nada. La oca se quedó más traumatizada que yo con mis nuevos descubrimientos psicoanalíticos.

Así es mi madre.

La misma que, cuando en el programa de televisión donde yo salía: «El Castillo de las mentes Prodigiosas» dejaron de emitir los resúmenes diarios por falta de audiencia, llamó a Dani indignada:

—¿Qué pasa con el resumen? ¿Por qué no lo han puesto? ¡Que lo pongan ya!

—No lo sé, Julia, no sé por qué no lo han puesto ni a qué hora saldrá…

—¡Llama a Antena 3! ¡Son unos pesados! ¡Que lo pongan de una vez, que quiero irme a la tienda!

Sí, tengo una madre divertida. No me extraña mi trauma.

Por cierto, hoy es el aniversario de Dani y mío. Hace siete años que aquel chico de 18 años, delgado y de 1,82, vino a mi casa después de conocernos en un chat gay. Aquel día me dio el primer beso, un beso que ya ha durado 2.555 días.

Te quiero, imbécil. Aunque a veces no te soporte, te quiero. Te quiero dos veces, una por ti y otra por mí.

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