20 de Octubre

Gato blanco con orejas grandes y un ojo azul y otro verde, apoyando su cabeza con debilidad en la mano de su dueño. Una escena íntima y melancólica que refleja el amor incondicional y la despedida en sus últimos momentos juntos.

Colapso

Hoy he comenzado un tratamiento para combatir el desgaste físico y psíquico. Un concentrado de aceite de pescados salvajes y otro para los nervios, a base de valeriana, pasiflora, espino blanco y lavanda. Espero que haga efecto pronto, porque, como diría mi amiga Seyén: «Estoy al borde de un colapso.»

Tucho mejora y empeora sin tregua, como si estuviera atrapado en un vaivén cruel. Pasa de un estado casi catatónico a una aparente normalidad en cuestión de horas. Ya no sé qué hacer. Me siento agotado.

Dani salió anoche y regresó a las cinco y media de la madrugada. No sé con quién estuvo ni a dónde fue. Solo sé que cuando le pregunté si pensaba salir, me juró que no, que volvería temprano. Cada día miente más, y con cada mentira, lo siento más lejos. Estoy harto de su mundo, un mundo en el que parece que ya no tengo cabida.

Después de siete años juntos, siento que nuestra relación ha perdido el norte. No tiene sentido que, a estas alturas, siga actuando como si fuéramos dos desconocidos. Quien está asfixiado soy yo, y sin embargo, es él quien vuelve a casa borracho, oliendo a tabaco y sin llaves.

Empiezo a perder el interés por todo. Esta rutina de mala suerte y desgracias me asquea. No es tristeza, ni siquiera depresión. Es algo peor: aborrecimiento.

No recurro a la magia para cambiar mi vida. No fabrico rituales a medida, no pido a Dios que modifique mi destino. No lo hago porque me aterra la idea de forzar lo que debería ser natural. No soporto suplicar. Si algo ha de suceder, que suceda por su propio peso.

Dios existe, no lo dudo, y sabe perfectamente cómo me va la vida. Sabe cómo me siento.

Los humanos, sin embargo, se empeñan en no vivir la existencia que les ha sido otorgada. Prefieren enfrentarse a sus días con plegarias y ruegos, en lugar de tomar la vida de frente. No entienden que cada circunstancia, cada desgracia o alegría, es una lección kármica que debemos aceptar.

No suelo rezar. Lloro muchas veces mirando al cielo, pero no rezo. No suplico. No pido por mí. Cuando soplo las velas de mi cumpleaños, jamás deseo algo para mí, solo pido por aquellos que amo.

La felicidad no está en la posesión de una casa comprada, ni en un matrimonio, ni en el dinero. La felicidad es otra cosa. Se esconde en esos instantes de unión con aquellos que amamos. Eso es lo único que realmente nos llena. Lo demás no es más que un espejismo de placer efímero, una simple descarga química que desaparece tan rápido como una gota de lluvia sobre el fuego.

Si esa unión desaparece, si la conexión con quienes queremos se rompe, la felicidad se desploma en segundos. Entonces, caemos en un abismo de apatía, de silencio, de autodestrucción.

Cuando hablo de unión, no me refiero solo a la de pareja. Hablo de la conexión entre una madre y su hijo, entre un humano y su animal, entre dos amigos, entre un grupo de personas que comparten un propósito común. En el momento en que esa certeza se tambalea, el suelo se abre bajo nuestros pies y nos traga la tierra.

Yo me encuentro ahí. Y no intento aferrarme. Simplemente, me dejo caer.


El diagnóstico

00:30.

Me acaban de dar el diagnóstico.

Tucho, como yo intuía, tiene un tumor en el duodeno. Por eso no mejora.

Hace apenas unas horas, a las once de la noche, tuve que llevarlo de urgencia al veterinario. Estaba tan débil que no podía mantenerse en pie. Se tambaleaba, sin fuerzas. Su cuerpo era una sombra del que fue. Yo estaba al borde de un ataque de nervios.

La bilirrubina ha alcanzado un pico demasiado alto.

Mi niño se muere.

Es cuestión de horas. De días.

Estoy destrozado. No hay forma de salvarlo. Solo me queda una decisión: la eutanasia.

Pero no puedo. No puedo tomar esa decisión.

De nuevo me enfrento a la experiencia más cruel de mi vida.

¿Cómo se le arrebata la vida a aquel que más amas? Solo pensarlo me hace tiritar de angustia. Me asaltan tantas dudas… y, sin embargo, sé que debo evitarle un sufrimiento atroz. Darle una muerte digna.

Esta noche, Tucho ha apoyado su cabeza en mi mano con extrema debilidad. Se ha quedado dormido así, con los ojos entreabiertos y su ronroneo vibrando contra mi piel.

Me estoy muriendo con él.

No puedo hacerlo.

Qué miserable es esta jodida vida, en la que el que más ama tiene que matar a quien más lo quiere.

En este momento, si alguien tiene que morir, prefiero que sea yo.

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