Viernes, 21 de diciembre de 2007
Ayer a las 10 de la mañana se llevaron a Tucho de nuevo al veterinario para hacerle, por primera vez, una curva de glucosa. Un estudio de su sangre cada dos horas permitiría observar cómo afectaba la insulina a sus subidas y bajadas de azúcar y así poder ajustar la dosis adecuada. A veces la cantidad administrada es insuficiente y es difícil de calcular, por lo que este procedimiento era necesario. Parecía que había que duplicarle la dosis, ya que la que le estaba suministrando apenas le hacía efecto durante dos horas.
Mientras estaba en la clínica, la doctora me contó que se portó como un trasto: maullaba y se recorrió todo el local como si fuese su casa, escapándose y arañando a quien intentaba quitarle sangre. Ese es Tucho. Comió desaforadamente comida de cachorros y estuvo bastante despierto en reflejos. A las diez de la noche me lo trajeron a casa de nuevo y me explicaron el resultado del estudio. Lo encontré más débil, su fuerza era cada vez menor. Le puse su primera doble dosis con la ilusión de haber dado por fin con el remedio adecuado, porque ya no era capaz de mover bien las patas traseras y caminaba tambaleante. Me advirtieron que tuviera cuidado con la hipoglucemia (una bajada excesiva de glucosa) y que, si ocurría, le pusiera azúcar directamente en la boca.
No sé si mejoró con la insulina. Las primeras cuatro horas se subió al sofá y al sillón de mimbre de su cuarto. Estaba tranquilo de estar en casa nuevamente y dormía a ratos, pero se le veía muy mareado. No quería comer apenas. Luego lo vi tumbarse en el suelo, sin fuerzas. Me mantuve atento para evitar la hipoglucemia y me fui a la cama a las tres de la madrugada. A las seis, me desperté sobresaltado con la intuición de que algo pasaba.
Lo busqué en su cuarto y por toda la casa, hasta que lo encontré en el sofá de la entrada, encogido, junto a Petra y Bebé. Cuando le rasqué bajo la barbilla, algo que tanto le gustaba, espabiló y saltó al suelo para seguirme, pero cayó de cabeza. No era capaz de sostenerse en pie.
Lo cogí en brazos, sintiendo su escaso peso y su aspecto moribundo. Recogí del frío suelo lo que quedaba del ser que más amaba y me lo llevé conmigo a la cama. Fueron tres horas indescriptibles de angustia, viéndolo morirse. A veces parecía estar a gusto y me abrazaba con sus dos patitas mientras se dormía. Lo arropé con mi edredón de plumas, lo abracé como si fuera un oso de peluche y lo mimé todo lo que pude.
Me miraba fijamente, con miedo, con preguntas. Poco a poco, su vida se fue apagando. Su respiración se hizo cada vez más difícil, con una tos débil, similar a la de un niño. Comprendí que se estaba muriendo. Su pulso era débil para un gato, podía ver sus latidos y, entre lágrimas, le escribí un mensaje a la veterinaria, rogándole que viniera a ponerle la inyección final. No quería verlo sufrir más. Mientras esperaba su respuesta, me di cuenta de que esos latidos no eran de él, sino míos.
Se había muerto en mi pecho a las 9:30 de la mañana.
No puedo más. Estoy destrozado. He perdido a uno de los seres que más he querido en el mundo. Gato o no, era como mi hijo, con quien había vivido desde 1993. Me siento completamente impotente, como siempre ocurre cuando pierdes a alguien que amas.
Feliz solsticio de invierno, Dios. Te regalo una bolita de algodón para tu árbol de Navidad de mierda.
Gracias por hundirme de nuevo.

Ríe enano ríe
Ríe hasta que no puedas ser más feliz