Pasé todo el domingo desinfectando mis ordenadores. Estaban infestados de virus, troyanos y archivos spyware, como si hubiesen pasado una noche salvaje sin protección. Primero, me vi obligado a recurrir a la fuente más fiable de software pirata: el eMule. Descargué una versión premium de un antivirus, pero, como era de esperar, la llave de activación estaba más caducada que el glamour de una estrella de los ochenta. Así que, después de mucho buscar y probar, logré dar con el «Doctor House» de mis ordenadores.
Navegar por Internet sin protección es un juego peligroso. Un poco como el sexo.
Porque, siendo honestos, ¿a quién le excita una mamada con condón? Una polla tiene que saber a polla, oler a piel, a deseo. No a látex estéril. Si me va a tocar un plástico insípido, prefiero masticar un globo. Que no me pase como a aquella celebridad de la farándula que, en plena felación con un condón retardante, terminó con la lengua dormida y sin poder hablar. Imagínate el cuadro: labios torpes, baba cayendo, la sensualidad volando por la ventana.
Tengo mis manías. Me encantan los hombres que huelen a hombres. Que el sudor se mezcle con el calor de la piel, que su aroma me embriague sin necesidad de un bote de desodorante. Nada peor que un cuerpo que huele a gel de ducha industrial, como si hubiese sido lavado y empaquetado en una fábrica de asepsia. En verano, me vuelve loco cuando un hombre sale del mar y su piel aún sabe a sal, con el cabello revuelto por la brisa. Pero hay límites. Los pies, por ejemplo. Si no están impecables, ni los miro. Porque sí, adoro los pies, los dedos, la sensación de la lengua recorriendo cada falange, pero si la higiene brilla por su ausencia, entonces mejor ni intentarlo.
Las pollas también tienen su ciclo de vida en la excitación. Son fascinantes, adictivas, pero llega un momento en que te hartan. Algunas cansan a los cinco minutos, otras abruman, otras te agobian. A mí, los primeros diez minutos me encantan. Luego, ya empieza a convertirse en un trabajo tedioso, como mascar un chicle demasiado tiempo. El sabor desaparece, la mandíbula duele y la paciencia se agota. Es en ese punto cuando mi mente empieza a suplicar:
«Por Dios, córrete de una vez y vete. Déjame en paz.»
Internet es lo mismo. Me sumerjo en el océano digital, lo exploro, me sumerjo en sus rincones oscuros y descargo todo lo que pillo. Pero, inevitablemente, llega un momento en que la saturación me vence. Mi ordenador deja de responder, se bloquea, se ralentiza, como un amante que ha dado todo lo que tenía y ahora solo quiere dormir.
Sí, Internet y una polla tienen mucho en común: al principio, es pura obsesión. Pero después de un rato, solo quieres apagar la pantalla y descansar.