22 de Diciembre

Un hombre destrozado emocionalmente abraza con ternura el cuerpo sin vida de su gato blanco, sumido en un dolor profundo e inconsolable. La escena es sombría y llena de tristeza, con una luz tenue que enfatiza el peso de la pérdida.

Me siento fatal, no consigo estar tranquilo, mi situación es delicada, bailo en el borde del precipicio de la depresión.

La muerte de Tucho me ha desestabilizado completamente. Su forma de morirse en mis brazos, lentamente y delante de mis ojos, ha sido verdaderamente traumática. Quizás por ser uno de los seres que más amo en este mundo, quizás porque una muerte siempre es desagradable e impactante, porque entre otras cosas nos hace sentir impotentes.

Quiero incinerar su cadáver, como hice con mis queridos Manchitas, Gloto y Basi el año pasado. El problema es que, al coincidir en festivo y en Navidad, es completamente imposible. La incineradora más cercana que devuelve las cenizas de tu gato está en A Coruña, y no abre en festivos. Además, primero hay que llamar para solicitar cita.

Es tremendo verlo en casa muerto. Poco a poco está más frío, duro y con los ojos hundidos. Me mata recordar estos 15 años juntos mientras veo cómo hoy yace sobre mi mesa de cristal, encima de aquel cojín azul que utilicé para el cadáver de Gloto y que nunca me atreví a lavar por no perder los restos de su pelo, lo único que me quedaba de ella. Decidí ponerlo sobre este cojín para que también permanezcan los suyos.

También le he rodeado de flores, como a los demás. He encendido cuatro velas blancas en cada punto cardinal de su cuerpo, con inciensos de olor a rosas que combaten el olor a muerte, como las otras veces. Puse la figura de mi diosa Bastet a su lado para que le proteja en su viaje y coloqué las urnas que contienen las cenizas de Gloto y Manchis en su cabecera, para que le vengan a buscar, lo lleven al cielo y vivan a partir de ahora siempre juntos.

Entro en su cuarto, lo beso, lo acaricio y lloro como un loco. Me produce tanta tristeza que vuelve a romperse mi alma en mil pedazos, pero pese a eso sigo entrando para ver cómo está, para poner inciensos y velar su cadáver hasta que lo lleve a Coruña después de Navidad.

Esta noche me levanté sobresaltado de nuevo a las 5:30 y corrí descalzo a su habitación para ver cómo estaba, con pánico de que se produjese un incendio provocado por las velas. Todo fue fruto de una pesadilla. Tucho seguía ahí dormido, rígido, frío y con su pelo brillante.

Tampoco tiene los ojos cerrados y parece que me sigue mirando, pero cuando los observo y le doy besos, me doy cuenta de que ya no está allí, porque están hundidos y empezando a cristalizarse. Qué terrible es la muerte y la descomposición de nuestros cuerpos al finalizar esta vida, y qué realista es poder verlo de nuevo.

Me siento tan mal, tan vacío, tan triste y desolado que no soy capaz de ver este fallecimiento como parte natural de la vida larga y bien vivida de Tucho.

Sé que al final lo veré así, como he entendido la muerte de Manchis, Basi y Gloto, pero ahora mismo no puedo, me cuesta más que antes. Llenaba tanto mi casa y nuestras vidas con su personalidad que es como si hubiese perdido el aire que respiro. No es que a Tucho le quisiese más que al resto de mis niños, pero sí tengo que reconocer que le guardaba una parte de mi alma muy especial.

Nada me entretiene. He atendido clientes como auto-terapia, he ido a comer a casa de mi familia, he sacado a pasear a las perras, he limpiado la casa de arriba abajo, he revisado facturas de Telefónica, agregado canales nuevos a la televisión de pago, he intentado escribir como un ejercicio para desahogarme, pero sigo viéndolo, sigo oyéndolo. Cuando llega la hora de ponerle la insulina, me hundo. Cuando me levanto a darles de desayunar a todos y veo que su comedero está vacío, me muero. Cuando me acuesto y veo que no me llama, que no me abre la puerta para meterse entre mis sábanas, que no tira todas las cosas de la cocina como hacía siempre, que Tomasita le llama… todo se para de golpe. Solo veo su muerte, aquellos ojos asustados y aquel maldito deseo mío de que se muriese mientras le besaba y mojaba con mis lágrimas de la más profunda pena.

Tenía el deseo de que se fuese de una vez y cesase su sufrimiento. De que se muriese. Es increíble. He deseado la muerte de lo que más amo y me siento tan culpable, tan asqueroso, tan egoísta. Y ahora siento que quizás no haya hecho todo lo posible, que quizás no actuase como debería haberlo hecho, que quizás se ha muerto por mi culpa, por ponerle esa dosis doble de insulina que me recomendaron, por no haberle puesto suero de nuevo… No lo sé. Lo echo tanto de menos.

Solo quiero matar mi cabeza y no pensar, no sentir, aunque solo sea por un tiempo.

Y lo peor es que nadie entiende mi pena, porque «solo era un gato». No comprenden que siento lo mismo por Tucho que por una persona con la que convives 15 años. Yo lo sentía como un amigo, como un niño revoltoso y lleno de vida.

Me llamó de nuevo mi hermana Bea, como cuando lo hizo a la muerte de Gloto el viernes 7 de abril del 2006, aquella vez que le colgué enfadado el teléfono. Hoy traté de no hacerlo cuando me dijo: «Siento lo de tu gata…», y solamente le respondí: «En primer lugar, no era una gata, era un gato». Y pensé: «En segundo lugar, no era un gato, era mi hijo».

El amor verdadero no conoce fronteras, ni de especie ni de tiempo. Y el amor que yo sentí por Tucho trasciende cualquier definición. No fue solo un gato; fue mi compañero de vida, mi hijo, mi confidente en noches silenciosas y mi refugio en momentos de tormenta.

Desde aquel primer día en 1993 en que nuestras miradas se cruzaron, nació un lazo inquebrantable. Tucho, con su pelaje blanco como la luna y aquellos ojos fascinantes, uno azul y otro verde, era una criatura especial, destinada a compartir conmigo los momentos más dulces y los más duros. Cada travesura, cada salto atrevido, cada caricia nocturna, fueron páginas de una historia de amor profundo e incondicional.

No me importan las diferencias entre especies, me importa el alma que habitan en cada ser. Su carácter, su amor, su mirada, me importa el todo. No es difícil de entender.

He perdido a mi hijo de 15 años. Y ahora no sé dónde está.

En cada estrella que brille en el cielo, en cada rayo de sol que entre por la ventana, siempre veré el reflejo de los que Dios me arrebata, recordándome el amor infinito que solo los verdaderos compañeros de vida merecen.

Seguro que algún día volveremos a vernos.

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