El precio de la esperanza
Tengo un fuerte dolor de cabeza, como si palpitara con un corazón propio. No sé si es un efecto secundario de las pastillas o simplemente el agotamiento acumulado, pero al menos mis nervios parecen estar más calmados.
Mientras tanto, sigo buscando formas de alargar la vida de Tucho, sometiéndolo a pruebas, tratamientos y cualquier remedio que pueda ofrecerle una oportunidad. No asumo su muerte, no quiero rendirme ante lo inevitable. Peleo con todas las armas que tengo al alcance de la mano, aferrándome a cada pequeña posibilidad, a cada tenue rayo de esperanza.
Qué peligrosa es la vida. Qué vulnerables somos cuando nos enfrentamos a un problema que nos desgarra el alma. Nos aferramos a cualquier promesa de solución, buscamos ayuda donde sea, sin medir las consecuencias. En este momento, comprendo mejor que nunca a mis clientes. Entiendo por qué buscan en mí lo mismo que yo busco ahora para Tucho: una esperanza, una respuesta, un milagro.
Es en estos momentos cuando la fragilidad humana se hace evidente, y también cuando los falsos profetas hacen su agosto. Es triste pensar que hay quienes lucran con la desesperación ajena, vendiendo aire en botellas de cristal pintado con promesas vacías. Pero ese no es mi caso. Nunca he jugado con la fe de nadie. Mi única estafa, si puede llamarse así, está en mi precio. Soy caro, muy caro. Me autodenomino «brujo de lujo», porque mi servicio lo vale. Mi videncia no es barata, pero es seria, objetiva y precisa.
He dedicado años a perfeccionar mi don, a absorber conocimientos, a estudiar con rigor lo que otros solo improvisan. Y sí, lo admito: mis precios son altos. Pero no pienso bajarlos. Al contrario, seguirán subiendo, porque mi tiempo y mi experiencia tienen un valor incalculable.
Tratar con millonarios se ha convertido en una rutina. Es habitual para mí leer el destino de personas con profesiones brillantes y cuentas bancarias abultadas. Me he acostumbrado a este tipo de clientela, y por ahora puedo permitírmelo. Sin embargo, hay una parte de mí que sigue viéndolo como un exceso. ¿Soy demasiado caro? Sí. ¿Yo mismo pagaría por una consulta así? No. Nunca me echaría las cartas. No quiero saber lo que va a pasar. Prefiero que la vida me sorprenda.
A veces me asombra la cantidad de gente que sigue confiando en mí, pese a lo inaccesible que puedo parecer. Soy jodidamente caro, pero qué bien me va. Y, sin embargo, cada día me aburro más de atender. Me repiten las mismas preguntas, las mismas angustias. Hay días en los que, literalmente, me quedo dormido mientras hablo. A veces trato a mis clientes con indiferencia, y aún así siguen volviendo. No sé ni cómo me consultan.
Dani está con gripe, tumbado en la cama con la cara roja como un tomatito, mientras Tucho duerme plácidamente a su lado. Me tumbo con ellos, disfrutando de este instante tan efímero, pero tan hermoso. Quizá la verdadera fortuna no esté en lo que cobro, sino en estos pequeños momentos de paz.
Te seguiré escribiendo otro día.
Pero qué hijo de la gran puta, qué caro soy.