En un principio, pretendía llevar todo esto en silencio, pero me ha resultado completamente imposible. Me llaman y me escriben muchas personas pidiéndome explicaciones sobre mi desaparición del mapa; algunas se preocupan por si estoy bien. Así que he decidido contarte y ponerte al día de mi ausencia. Claro que estoy bien. Pese a que Aramís Fuster amenaza en televisión con mala suerte y desgracias a todo aquel que se haya metido con ella, o me insulta en mi foro, estoy mejor que nunca. He desconectado del mundo. Me fui a la montaña y me convertí en voluntario para ayudar a vigilar e intentar, en la medida de lo posible, frenar esta oleada de incendios. Llevo ya una semana en el campamento de Forcarei (Pontevedra). He conocido a personas maravillosas, con las que he comenzado una amistad que espero dure toda la vida. Me han puesto el mote de «Gurú», ya que aquí lo primero que hacen es asignarte un apodo: somos demasiados y sería imposible recordar tantos nombres. Nos levantamos a las ocho de la mañana, desayunamos a las nueve y nos dividimos en grupos para realizar labores de prevención, vigilancia y reparación de pistas deterioradas a base de pico y pala. El objetivo es que, en caso de incendio, los camiones de bomberos puedan acceder sin dificultades. La próxima semana nos ocuparemos de reforestar las hectáreas calcinadas. Los turnos son de siete horas, con caminatas de doce kilómetros de arriba abajo, prismáticos en mano y chaleco amarillo como bandera. Hacemos tres turnos: mañana, tarde y noche, eligiendo cada uno el que más le convenga el primer día de campamento. Yo opté por el de la mañana. Cada turno de dieciocho personas se divide en tres grupos estratégicos de vigilancia y desempeña su labor bajo la supervisión de un monitor con móvil y radiofrecuencia. Al terminar agotados la jornada, algunos se duchan, otros se van directos a la cama y algunos, como yo, aprovechamos la piscina que tenemos a nuestra disposición para darnos un chapuzón, nadar unos largos y refrescarnos en este extraño mes de agosto. Algún día he bajado al pueblo a comprar provisiones. Es pequeño, pero precioso. La gente alucina con tanta cara nueva. Las comidas se sirven de forma puntual: si no estás, te quedas sin comer. Después de cada comida, cada persona debe recoger su plato, vaso y cubiertos, limpiar su mesa con una bayeta húmeda y dejarlo todo en orden. Aquí no hay camareros. No puedes tomar el café tranquilamente: hay que hacerlo rápido y dejar el comedor libre para el siguiente grupo. Duermo en la litera de abajo en una habitación compartida con siete compañeros que, en un inicio, eran desconocidos, pero que ahora son como una familia. La convivencia y el trato diario generan un cariño especial. La ropa la guardamos en unas taquillas similares a las de un gimnasio. Ver los bosques quemados y los animales calcinados pone los pelos de punta al más insensible. A mí me fulmina por dentro. Aportando mi pequeña ayuda activamente, siento que soy útil. Necesitaba hacer algo así, y este voluntariado es lo más adecuado. Durante los primeros días en el campamento, traté de no decir quién era, pero aquí las preguntas de «¿quién eres?», «¿a qué te dedicas?» y «¿de dónde vienes?» son inevitables. No podía mentir a mis nuevos amigos, así que finalmente confesé mi identidad. Inocente de mí, descubrí que era absurdo haberlo ocultado: los muy cabrones sabían quién era desde el principio, pero fueron discretísimos. Me encantan mis nuevos amigos. Son adorables y hemos formado un grupo muy unido. Los monitores que organizan toda esta ayuda son personas muy especiales, cada una con una personalidad única. Sobre todo «Titín», un volcán de carácter en un cuerpo moreno, fibrado y venoso. Es pura energía, un maestro en hablar en público y con una ironía gallega autóctona que me fascina. Nunca me alegré tanto de conocer a alguien: basta con escucharlo hablar quince minutos para enriquecerte. Luego está «Xan», el orden y la organización personificados. Alto, de cuello largo, mirada desconfiada y sonrisa de niño, es un sabio que domina las raíces culturales de nuestro país. Sabe todo sobre las especies gallegas, las tradiciones populares y la historia. Pasaría toda mi vida a su lado empapándome de su cultura. Todos los monitores están agotados. Llevan trabajando sin descanso desde hace dos semanas, entrenando y guiando a los grupos. Este es el segundo equipo que adiestran. Dani, mi novio, también está conmigo en el campamento. Dormimos en la misma habitación: él en la litera de arriba. Una noche intentamos dormir juntos, pero las camas son demasiado estrechas e incómodas. Mientras tanto, nuestro amigo argentino Diego se quedó en casa cuidando de nuestros gatos y perras durante estas semanas. El primer día en el campamento fue de contacto, reuniones y exploración de la zona. El segundo día nos levantamos temprano y partimos hacia Queireza, cerca de Tres Aldeas, donde arreglamos fosas de metro y medio de profundidad y cinco metros de largo. Trabajamos seis horas con pico y pala bajo un sol abrasador. No había ni una sombra. Sudé como en una sauna y terminé exhausto, pero conseguimos nuestro objetivo. Estoy hecho un obrero. Solo me falta escupir al suelo y gritar «¡Tía buena, te comería esas tetas!» a cualquier mujer que pase. Tiempo al tiempo. El tercer día me tocó vigilancia. Caminé kilómetros arriba y abajo con una libreta y un bolígrafo en la mano, anotando matrículas sospechosas o cualquier detalle extraño. Con los prismáticos, observé pájaros hermosos, tan cerca que parecía que podía tocarlos. El cuarto y quinto día fueron similares. Había mucho viento y niebla. Los caballos salvajes se paseaban en manadas por toda la montaña. La última noche antes de la despedida, me pidieron que realizara una queimada con su ritual y conjuro en honor a dos compañeros que cumplían años. Me dio mucha pena la partida: algunos no volverán. En Forcarei y Cerdedo, la gente nos trata con aprecio por nuestra ayuda. Un día nos invitaron a un concierto en Barro de Arén, una aldea de solo treinta habitantes, como agradecimiento por nuestro trabajo. Las cantareiras locales nos ofrecieron un espectáculo inolvidable. Una señora de 92 años bailaba mientras las demás tocaban panderetas y cantaban con voces celestiales. De ellas aprendieron grupos como Leilía o Mercedes Peón, una de mis artistas favoritas. Las duchas son comunitarias, al estilo militar. Allí estaba yo, enjabonándome junto a Sergio, un voluntario increíblemente atractivo. Su cuerpo y su pene estaban a mi lado, mientras yo miraba a todas partes intentando controlar mi alzada de bandera inmediata… Esta experiencia me ha cambiado. He cerrado mi tienda y mi consulta, pero sigo recibiendo catorce llamadas diarias que ignoro. En estos momentos, mi prioridad es ayudar en la lucha contra este asesinato ecológico. Volví a casa el viernes por la tarde. Pasé el fin de semana atendiendo clientes, disfrutando de mis gatos y descansando. El lunes 28, volveré al campamento otra semana más. Si quieres unirte como voluntario, llama al 900 400 800. También puedes contactar con la plataforma «Nunca Máis Lume» en ardegaliza@arredemo.info. Cualquier ayuda, aunque sea solo por unos días, marcará la diferencia. |
26 de Agosto
