La última despedida
He llevado a Tucho a incinerar a Coruña. Me han acompañado Sergio y Dani.
Le compré un cestón de mimbre y una alfombra de lana blanca para forrar su interior. Coloqué su cuerpo con cuidado, pero no cabía, estaba estirado y sus patitas no entraban. Finalmente, conseguí acomodarlo, dejándolo como si estuviese dormido.
Han pasado seis largos días de angustia y tristeza. Su cuerpecito ya olía a muerte, así que le compré flores secas con aroma y lo cubrí con ellas. Ahora huele a rosas.
Viajamos juntos hasta lo alto de Bens, en Coruña, para quemar su cuerpo y despedirme de él para siempre. Es el mismo lugar donde incineré a Manchis, a Gloto y a Basi.
Me mantuve entero durante todo el trayecto. Pero al llegar, después de pagar su incineración y dejarlo allí, sentí que me rompía por dentro. No quería separarme. Les pedí que me dejasen despedirme a solas un momento, y lo hice en un rincón solitario de la sala, sobre un viejo frigorífico abandonado. No había otro espacio donde encontrar un poco de triste intimidad.
Me incliné sobre él y le susurré todo lo que mi corazón no quería callar. Toqué su suave pelaje por última vez y lo besé, dejando en su piel ya fría la huella de mis lágrimas. Entonces, me vine abajo por completo. Salí de la sala llorando, metiéndome en el coche con una sensación horrible, como si lo estuviese abandonando, como quien deja a su perro en la autopista sin mirar atrás. Me sentí fatal. No podía quitarme de la cabeza su carita inerte, sus ojos abiertos y su expresión congelada en la eternidad.
El mundo se desvanecía a mi alrededor. En pleno camino, rompí a llorar con tal desesperación que tuve que frenar el coche. No podía seguir conduciendo.
Adiós, Tucho. No sabes cuánto te echaré de menos. Te quiero más que a mi vida, pequeñajo. Y nunca, nunca te olvidaré.