Me he despertado sobresaltado a las 8:30 de la mañana con un calor sofocante, más intenso que el de una sauna, casi asfixiante, como si estuviese junto a una hoguera. Volví a quedarme dormido hasta las 10, momento en que finalmente me levanté y me fui directo a la ducha.
Mientras el agua caía sobre mi cara, sonó mi móvil. Eran los encargados de la incineradora para informarme que habían introducido el cuerpo de Tucho a las 8:30 de la mañana y que aún no había terminado el proceso. Prometieron enviarme sus cenizas por mensajería en cuanto estuviesen listas.
Quedé pálido, inmóvil bajo el agua, tratando de comprender qué había sentido exactamente esa mañana. ¿Acaso fue el calor de su despedida? No lo sé con certeza, pero sentí una conexión profunda y empática en ese instante.
Por la tarde, alrededor de las 18:00, llegó a casa el mensajero con una pequeña cajita embalada, apenas pesaba un kilo. En su interior venía un relicario igual al de mis otros pequeños que ya partieron, con apenas 10 centímetros. Eso es todo lo que queda de mi amado Tucho.
Me siento vacío, sin ganas de trabajar ni de enfrentar los problemas de nadie. Sin embargo, debo continuar con esta historia, esta maldita historia.
Hoy también me llamó Carlos Roma, de la televisión local del Correo Gallego, para entrevistarme y pedirme algunos remedios y rituales para empezar bien el nuevo año. Carlos es un viejo amigo, así que acepté inmediatamente, aunque no tenía ánimos para rituales ni predicciones. Me maquillé deprisa, elegí la ropa rápidamente y grabé la entrevista, que quedó francamente mal. Se emitirá la noche del 31 de diciembre, en plena celebración de Año Nuevo.
Me resulta tan agotador seguirle el ritmo a la gente, repetir lo mismo cada año y fingir alegría ante algo que, sinceramente, no me interesa en absoluto.