Hoy, querido diario, es mi cumpleaños. Cumplo 37 años de existencia en este cuerpo, 13.505 días respirando, pensando, sintiendo. Ya no te escribo con la misma frecuencia que antes, y me ocurre lo mismo que a esos hijos que se independizan y llaman a su madre solo los sábados, cuando se acuerdan. El año pasado llené estas páginas con pensamientos, vivencias y reflexiones. Ahora, sin embargo, me cuesta sentarme frente al ordenador y desnudarme en palabras. Saber que tantos ojos me leen, lejos de motivarme, me cohíbe. No es pudor, es hastío.
Tal vez lo que me frena es la certeza de que no todo el que me lee me cae bien. Y me revienta imaginar que mis líneas alimentan la curiosidad de mentes que no comprendo ni quiero comprender. Escribir sobre mi vida me expone a juicios, críticas y comentarios necios de personas que ni siquiera se conocen a sí mismas. Pero acepté ese riesgo desde el primer día que decidí compartirte con el mundo. Al principio, te escribía con placer, como un ejercicio de autoexploración y terapia. Me ayudabas a recordar lo que mi mente de pez olvida en menos de 24 horas. Pero luego, todo cambió.
Abrí un foro de opinión. Puse mi correo en mi página web. Y, de pronto, llegaron mensajes de todas partes. Algunos me herían, otros no. Muchos eran amables, pero otros estaban completamente fuera de lugar. Fue entonces cuando comprendí que no solo estaba compartiendo mi vida con personas sensatas, sino también con envidiosos, psicópatas, haters y aburridos sin oficio. No me importa lo que piensen de mí, en absoluto. Me divierte leer ciertas críticas; juego con ellas, respondo con ironía. Pero hay líneas que no permito que crucen.
Hoy cumplo 37 años y mi vida es una bomba de relojería. Sé que va a estallar, y cuando lo haga, no quedará nada. Me siento agresivo, explosivo, agotado. Estoy harto de la humanidad. Ganas de unirme a una tribu de punks y gritarle al mundo, ganas de subirme a una azotea y disparar contra el absurdo de la sociedad, ganas de perderme en una sauna gay y entregarme a una orgía descontrolada. Ganas de comprar todo lo que se me antoje en una pastelería, de derrochar hasta el último céntimo solo para sentir que lo poseo todo. En Madrid, durante 20 días, gasté 7.000 euros en una suite y ropa. Quiero gastar, quiero follar, quiero dormir, quiero devorar libros, quiero bañarme desnudo en el mar, quiero ser moreno y rico, quiero comer helados de fresa y chocolate, quiero ver a mis seres queridos felices. Quiero todo, pero nada me sacia.
Soy ciclotímico. Si buscas la definición, encontrarás que es una forma leve del trastorno bipolar. Un vaivén entre la euforia y la melancolía, entre la hipomanía y la depresión. Quizás sea un tránsito planetario sobre alguna de mis casas astrológicas, una conjunción cósmica que me revuelve el alma. O quizá sea yo, simplemente yo, atrapado en mi propia vorágine.
Acabo de regresar de Barcelona y he discutido con medio mundo. En la estación de tren, en un puesto de helados, en una tienda de Sitges. ¿Qué me pasa? No soporto a nadie. Vivo encerrado en una burbuja, un país propio, un mundo que solo me pertenece a mí.
Por si fuera poco, en Madrid me intoxiqué con una ensalada de pasta con salsa rosa en un restaurante de Chueca. Terminé en urgencias junto con Dani, que también se puso malo. Desde entonces, arrastro una gastroenteritis de campeonato. No puedo comer nada sólido, solo beber sueros isotónicos y comer arroz blanco con pescado o pollo a la plancha. Me han hecho análisis de sangre y heces, un electrocardiograma. Todo parece estar bien, pero el jueves me darán los resultados definitivos. El médico me dijo que estoy completamente deshidratado y muy delgado. Solo peso 50 kilos.
Para colmo, mi gato Tucho también está enfermo. Ha perdido masa muscular, ha adelgazado brutalmente. Tras varias pruebas, el diagnóstico es claro: diabetes. A partir de hoy, tengo que administrarle insulina. Y me aterra la idea de hacerlo mal, de provocarle una hipoglucemia y no darme cuenta a tiempo. Tucho lleva 13 años conmigo. Es más que un gato, es un miembro de mi familia. Y me aterra perderlo.
Acabo de terminar el curso de astrología con María. Ahora practico y estudio por mi cuenta, y cada día me apasiona más. La astrología me ha abierto nuevas puertas de conocimiento, complementa el tarot y enriquece mi capacidad para ayudar a los demás. María ha sido una excelente maestra, y aunque hace tiempo que no la veo ni la llamo, sé que el día 30 inaugura su primera exposición de pintura en el Hotel Peregrino. Iré a verla. Se ha reinventado. Quizá yo también deba hacerlo.
37 años. La vida me ha sacudido de todas las formas posibles. Me pregunto qué traerá este nuevo año. ¿Debería cambiar de rumbo? ¿Buscar nuevos caminos? Tal vez.
Mi consulta sigue siendo una de las más caras de España en videncia. Estoy consolidado como profesional, reconocido dentro y fuera del país. Llevo siete años con Dani, tengo un hogar lleno de gatos, perros, una tortuga y dos periquitos. Lo tengo todo. Y sin embargo, no me gusta un carajo la vida.
Feliz cumpleaños, Santi Molezún. Espero que cambies… o te recicles.
Y ahora, pon este vídeo a todo volumen, siente la música vibrar en tu piel y baila conmigo hasta morir: