Hoy ha sido uno de esos días en los que uno solo desea quedarse en la cama. Sin más. Envolverme en las sábanas, dejar que el tiempo pase lento, leer, pensar, hacer balance de la semana y proyectar lo que vendrá.
Las cosas que han ocurrido desde el lunes hasta el viernes han sido agitadas. Estoy cansado. Los días pasan cada vez más rápido, como si el tiempo se evaporara sin darme tregua. No hay noche en la que me acueste antes de las tantas, y no hay mañana en la que no me levante temprano para abrirle la puerta a la nueva asistenta, que lleva trabajando en casa desde hace siete días. Se llama Nancy, es boliviana y, por las noches, trabaja como camarera en un pub de merengue, cha-cha-chá, bachata y salsa. Es mona.
Desde que Lisardo, mi anterior asistente, se marchó a su país, me he sentido cojo. Ya te hablé de él antes. Con él estaba encantado: limpiaba, planchaba, cepillaba a las perras, fregaba y mantenía la casa impecable en solo seis horas diarias.
Cada vez que pienso en lo difícil que fue encontrar a alguien de confianza que hiciera bien su trabajo, me angustio. Puse a prueba a una decena de candidatas, pero ninguna estuvo a la altura. No solo buscaba a alguien que supiera limpiar y lo hiciera con ganas, sino que también tuviera un don con los animales. En casa somos muchos: diez gatos, dos perras, dos periquitos… Necesitaba a alguien con paciencia y buen corazón.
Pero el destino, como siempre, me jugó una mala pasada. Lisardo tuvo que irse por problemas familiares. Decidió regresar a su país y terminar su carrera de derecho, que estaba a punto de finalizar. Se marchó el 24 de enero. No te lo conté antes, pero me dejó completamente descolocado.
Mi casa es un torbellino constante. Mis hijos peludos no son precisamente los más limpios del mundo: orinan y defecan compulsivamente. Mantener todo en orden y con buen olor requiere una limpieza diaria y meticulosa. Yo apenas tengo tiempo para nada y, sinceramente, me resulta imposible hacerlo todo. Tener un asistente no es un lujo, es la diferencia entre poder respirar o asfixiarme.
Antes de marcharse, Lisardo me habló de Nancy. Me dijo que era la hermana de su mujer y que le encantaría que le diera el puesto.
Me quedé en blanco. No tenía intención de contratar a nadie tan precipitadamente. Buscar y buscar a mi propia Mary Poppins se había vuelto una tarea agotadora. Pero, por simpatía con él, accedí. Entre dientes, le dije que sí.
Y así conocí a Nancy.
Desde el primer día, su actitud me llamó la atención. Viene a casa seis horas diarias y hace bien su trabajo, pero hay algo en ella que me desconcierta. No es de las que se esfuerzan por agradar a su jefe. No me sonrió de más, no intentó caerme bien, no tuvo ni un gesto de falsa cordialidad. Desde el minuto uno, respondió con una mezcla de indiferencia y superioridad que me descolocó. A cada instrucción importante que le daba, solo decía:
—Sí, sí, sí…
—¿Lo entendiste? —le preguntaba.
—Sí, sí, sí… ya, ya… sí, sí, sí —repetía como si le molestara la pregunta.
Estuve a punto de mandarla a la mierda. Me hervía la sangre. Pero, por alguna razón que aún no comprendo, no lo hice. Quizás por Lisardo.
Ahora que ha pasado una semana, empiezo a entenderla. No es arrogante. Es… distinta. Da la impresión de estar cansada de todo, de haber vivido demasiado en poco tiempo. Le da igual lo que piensen los demás, pero lo cierto es que limpia bien. Así que el puesto es suyo, por ahora.
Le encanta hablarme de ropa y música. Ahí sí se emociona. Se apasiona con los perfumes, con las colonias, con el baile. Le encanta toda mi ropa. Friega con los cascos puestos, la música a todo volumen, y lleva abrigo porque dice que tiene frío. Tengo una mucama pija. Me encanta. Es súper marica. Me va muchísimo.
Pero más allá de Nancy, hay algo en mí que no termina de encajar.
Necesito un cambio. No sé cuál, pero lo necesito. Es una sensación, no una lógica. Evidentemente, no puedo dejar mi carrera, sería una estupidez. Sin embargo, algo en mi interior vibra y trata de decirme algo que aún no logro descifrar.
La tienda está preciosa, llena de cosas nuevas. Mi consulta, con sus velas encendidas, inciensos, brillos y abalorios esotéricos, luce barroca, intensa, como siempre. Desde niño, tener mi consulta bonita ha sido sinónimo de que todo va bien. Y esta semana, además, he salido en televisión, en un programa líder de audiencia.
Debería estar contento.
Pero no lo estoy.
Me siento apagado. Vacío.
Me gustaría ser otra persona, tener otra vida, vivir algo completamente distinto. No sé si lo que siento es frustración o simplemente el cansancio de la lucha.
A veces, siento que merezco recompensas y, sin embargo, nunca las veo. O, al menos, no son proporcionales a mis esfuerzos. Tal vez estoy mal enfocado. Quizás no estoy organizando mi vida de la manera adecuada.
A mis 36 años, he trabajado como un esclavo en mi oficio. He madrugado, trasnochado, trabajado festivos, sábados y domingos. He construido una carrera de prestigio, cobro lo que quiero por consulta y he triplicado mi clientela. Atiendo a personas influyentes, asesoro a figuras clave en decisiones de gran impacto. Y, aun así, me siento vacío.
No sé dónde radica el abismo de mi frustración, pero sé que existe. Lo noto en esos días en los que solo quiero estar en la cama, sin moverme.
No es depresión. La conozco bien y esta sensación no es la misma. Es más sutil, más sencilla.
Quizás se resuma en este poema que escribí:
Pena de vida
Que te lleva a cubrir los pedazos de tu carne,
con un trozo de manta vieja.
Que te persigue hasta que escupes las palabras
que tu alma sueña en frases disfrazadas
de hambre y miseria.
Cánticos de locos que suben audiencias,
y te colocan en la montaña más alta de la indiferencia.
Pena de vida,
que anochece antes de que duermas
y amanece antes de que despiertes.
Que no te escolta en el camino esperado
ni te lanza al comienzo de un soneto cuando mueras.
Que separa tus hojas de tus ramas,
tus ojos de tu mirada,
tu espada de mi llaga.
Que advierte en jeroglífico sus tiempos,
y nunca sabes cuándo acaba.
Pena de vida.
¿Nunca te dije que escribía poesía desde adolescente? Siempre las guardo, pero nunca se las enseño a nadie. No me gustan. Odio la poesía. Me parece una horterada.
Pero a veces, es lo único que me ayuda a expresarme.