Desde ayer jueves, he decidido cerrar la tienda hasta el 2 de enero. Necesito un respiro de la rutina, y de paso, Sergio tendrá tiempo para preparar su actuación de Drag Queen para la gran noche de fin de año. Mientras tanto, el teléfono no para de sonar como un reloj desquiciado. Salir en Aquí hay Tomate ha desatado una tormenta de llamadas y mensajes. Es impresionante cómo la televisión amplifica hasta lo más nimio. La cantidad de personas que «zapean» este programa es una barbaridad. No dejo de recibir correos y llamadas de admiradores y seguidores que lo han visto.
Hoy he pasado el día atendiendo mi línea 806, y en los escasos intervalos de calma me he refugiado en el Messenger, chateando con quien será el programador de mi nuevo proyecto para 2007. Aún no puedo adelantar nada, pero si todo marcha según lo previsto, dará mucho de qué hablar.
A la hora de comer, me he reunido con mi familia: mi hermana María, su marido Rafa (arqueólogo), mi madre y Dani. Sobre la mesa, una sinfonía de sabores: pollo en capas con jamón y setas. ¡Qué manjar! Mi madre tiene el don innato de la cocina. Yo intento replicar sus recetas, pero jamás consigo acercarme a esa alquimia de sabores que ella logra con naturalidad. Cocino bien, sí, pero lo suyo es otro nivel. Cada vez que me siento a su mesa, me pregunto si algún día podré descubrir su secreto. Luego, como siempre, hago mi pequeña fechoría: asalto el congelador y me apropio de uno de sus helados. Ella lo sabe, pero finge no darse cuenta. Es un juego silencioso entre madre e hijo. A fin de cuentas, la felicidad, a veces, se reduce a un simple helado «robado».
Rubén, el chico mexicano con el que vivo, lleva dos días desaparecido. Ni una llamada, ni un mensaje, ni señales de vida. Pero no me inquieta. Ya lo ha hecho otras veces. Le he pedido mil veces que, si va a desaparecer, al menos me avise con un mensaje al móvil, pero le da igual. No pienso ejercer de tutor con un tipo de 26 años que fuma, se afeita y va por la vida con la actitud de un adolescente en eterno verano.
Lleva ya tres o cuatro meses en casa. No me molesta, pero a estas alturas sabe de sobra qué cosas me incomodan. He sido paciente, le he explicado las normas con calma y también con firmeza, pero sigue haciendo lo que le da la gana. ¿Debería preocuparme? ¿Llamar a la policía? ¿O simplemente ignorarlo? No pienso invertir ni un minuto más en su vida caótica y egoísta. Bastante hago con darle un techo y una oportunidad para salir adelante. Si no es capaz de valorar la ayuda que recibe, tendré que tomar medidas. Parece creer que está en un hotel de lujo con servicio las 24 horas.
Para colmo, mientras escribo esto, llama a la puerta a las 3:30 de la madrugada, completamente borracho, después de dos días de paradero desconocido, como si nada hubiera pasado. La historia se repite. Y la verdad, ya ni me inmuto. He aprendido a seleccionar las batallas que realmente merecen la pena.
Dani, más previsor que yo, ha conseguido las uvas para mañana. Mi cabeza dispersa aún no se había ocupado del asunto. Nunca he creído en esta tradición. Dicen que comenzó en 1909, cuando unos viticultores alicantinos la inventaron para vender un excedente de uvas. Y aquí estamos, más de un siglo después, atragantándonos con doce pequeños frutos como si con ello pudiéramos sellar nuestro destino para los próximos doce meses.
No creo en supersticiones. He tenido años desastrosos en los que comí las uvas a tiempo, y años maravillosos en los que no las probé. Sin embargo, lo hago. ¿Costumbre? ¿Ritual absurdo? No lo sé. Supongo que algunas cosas se quedan grabadas en la piel como tatuajes invisibles.
Mañana por la noche cenaré solo. Como tantas otras veces. Dani irá a casa de su madre, como siempre, y vendrá sobre las dos de la madrugada. No me molesta. El fin de año no engaña a nadie: es un espejo implacable de la vida.