Hoy me he levantado a las nueve de la mañana y, sin apenas desperezarme, he ido directo a la tienda. Me esperaba un pedido de mercancía grande, de esos que llegan tarde y ocupan más espacio del que deberían. Desde hacía días lo aguardaba con impaciencia, y cuando finalmente lo tuve frente a mí, supe que la mañana sería agotadora. Pasé horas reorganizando cada estante, distribuyendo los productos con precisión casi quirúrgica, asegurándome de que cada objeto tuviera su lugar perfecto. Sergio y yo terminamos a las dos y cuarto del mediodía, exhaustos pero satisfechos. La tienda quedó majestuosa, barroca, ordenada, casi como una obra de arte. Entre las nuevas piezas destacaban unos amuletos de colección, verdaderas joyas que jamás había visto antes. Sentí que valía la pena el esfuerzo.
No tuve tiempo para comer. A las tres de la tarde tenía programada una entrevista con el equipo de «Aquí hay tomate» de Telecinco. Me llamaron temprano para confirmarlo, y como siempre, acepté encantado. Me encanta salir en televisión. Es un mundo que me resulta natural, como si cada aparición fuera un capítulo más de una historia que siempre he sabido contar. La entrevistadora era un encanto, espontánea, fresca. El camarógrafo, en cambio, era puro vicio. Cada vez que vienen a grabar, acabo pasándolo en grande, riéndome de todo y de todos, sin filtro. Sé que, en el fondo, lo que buscan de mí es precisamente eso: la naturalidad, el descaro, la sinceridad brutal que pocos se atreven a exhibir en la pantalla. Una vez más, dejé mi sello. Quién sabe lo que terminarán emitiendo, pero estoy seguro de que no pasará desapercibido.
Salir en televisión me divierte. No es algo que me canse ni que me pese, pero, a pesar de todo, sigo sin verme famoso. Cuando me miro al espejo, veo al mismo Santi de siempre: un enano bien hecho, con carácter de diablo y corazón de ángel. No he dejado de ser un niño, y eso se nota en cada cosa que hago. Vivo en un juego constante, me tomo la vida a broma, y prefiero seguir viéndola así: efímera, absurda, maravillosa.
Sé que cada vez que aparezco en programas como «Aquí hay tomate» me ven tres millones de personas en toda España. Eso multiplica mi notoriedad, mi protagonismo, mi imagen pública. Suben las llamadas, los correos electrónicos, las críticas, los comentarios, las declaraciones de amor de admiradores y admiradoras. Pero, en el fondo, sigo viéndome igual. Me resulta extraño que alguien me idealice. Cuando atiendo en el 806, muchos clientes me preguntan incrédulos: «¿Eres Santi Molezún de verdad? ¿Eres tú? ¡No me lo puedo creer!». Me hace gracia. La gente es una exagerada.
Aún me cuesta acostumbrarme a este tipo de reacciones desmesuradas. No me siento diferente, ni especial. Me sigue pareciendo surrealista que alguien me admire o me respete más de la cuenta. No me considero popular, aunque lo sea. Sé que todo esto es fruto de años de trabajo, de persistencia en los medios. Sé también que el éxito es un visitante efímero, que llega sin avisar y se va sin despedirse. Prefiero no creérmelo demasiado.
Sin embargo, cuando tengo una cámara delante, algo en mí cambia. Se despierta una especie de monstruo mediático. Mi ego se dispara hasta Marte, me transformo, adopto una personalidad más grande que la vida misma. Puedo ser magnético, o polémico, o ambas cosas a la vez. Y esa es, quizá, la clave de todo.
No soy famoso por lo que hago, sino por cómo soy. Por mi carácter, mi espontaneidad, mi brutal honestidad. Y en cuanto alguien me pone un micrófono delante, la maquinaria se activa sola, como un reloj suizo. Me pasa desde la primera vez que me entrevistaron, cuando tenía catorce años. Es inevitable. Soy carne de televisión. Y lo peor de todo es que me encanta.