Día nefasto
Hoy ha sido un auténtico desfile de infortunios. En la antigüedad, a un día como este lo habrían denominado «día nefasto». Existían listas de días «fastos», aquellos en los que todo fluía con armonía, y otros condenados al desastre. Pues bien, el mío ha caído en la segunda categoría.
Salí con el coche rumbo a la gasolinera y me encontré con una caravana interminable. Minutos y minutos atrapado en un mar de coches apoltronados en semáforos rojos, peatones cruzando cada dos segundos, y un avance desesperante: medio metro cada cinco minutos. En plena cúspide del estrés, justo en la intersección de dos calles, mi coche decidió morirse.
El piloto aún no marcaba la reserva, pero se paró de golpe, sin previo aviso. Y ahí estaba yo, en medio del tráfico, con una fila interminable de conductores impacientes pitándome sin un ápice de solidaridad. En ese tipo de situaciones, uno no sabe cómo reaccionará hasta que le toca. Decidí respirar hondo y caminar a la gasolinera más cercana a por una garrafa de emergencia.
Dejé las luces de emergencia puestas y salí corriendo. Apenas tardé dos minutos en llegar. Hasta ahí, todo bien. Pero cuando quise pagar los tres litros de gasolina que me salvarían el día, la tarjeta decidió no funcionar.
El empleado de la gasolinera me miraba como si fuera un indigente pidiendo fiado, mientras yo escarbaba en mi cartera buscando un billete que no existía. Al final, encontré otra tarjeta que casi nunca uso y, tras un breve instante de tensión, logré pagar. Salí disparado bajo un cielo que de repente se oscureció, como si el universo también estuviera en mi contra. En cuestión de segundos, una lluvia torrencial cayó sobre mí. Parecía el Apocalipsis. Solo me faltaba encontrarme el arca de Noé en alguna esquina.
Cuando llegué al coche, calado hasta los huesos, me encontré con la policía investigando la matrícula. Intenté explicarles que me había quedado sin gasolina y que había ido corriendo a por una garrafa.
—¿Cree que es la mejor manera de abandonar un vehículo en la vía pública, interrumpiendo el tráfico? —me preguntó el agente con cara de pocos amigos.
Yo solo quería que me dejasen poner la gasolina e irme de una vez. Pero el universo aún tenía más pruebas para mí.
Mientras tanto, el autobús que tenía justo detrás no paraba de pitar con la paciencia característica de los conductores del transporte público. Para colmo, dos ambulancias con la sirena a todo volumen rugían en la calle contigua. Mis nervios estaban a punto de estallar.
Apenas había echado un cuarto del bidón cuando el policía me instigó a subirme al coche y arrancar de inmediato para despejar la vía.
Me subí, giré la llave…
Y nada.
El coche no encendió. Ni luces, ni motor, ni un triste intento de arranque. Sin batería.
No podía ser real. ¿Había cenado algo pesado la noche anterior? ¿Era un sueño del que despertaría en cuanto sonara el despertador de Dani? No. Esto estaba pasando de verdad.
Vi la cara de incredulidad y fastidio del policía mientras daba unos golpes con los nudillos en mi ventana. Me quedé mudo.
—¡Entonces no era por la gasolina! —me recriminó con tono exasperado.
—Se lo juro… el coche se quedó sin gasolina… pero no sé qué le pasa ahora…
El agente suspiró y me ordenó poner el coche en punto muerto para empujarme cuesta abajo hasta la gasolinera.
—A ver si arranca…
Nunca había dado tantas gracias en mi vida. Ni siquiera en los momentos más oscuros de mi existencia había hablado con tanta humildad.
Avancé a paso de tortuga, sin luces, sin parabrisas, sin poder ver absolutamente nada a través del cristal empapado por la lluvia.
Y cuando parecía que al fin este infierno se acabaría, se puso el semáforo en rojo.
Toda la fila de coches que me rodeaban frenó en seco. Y yo también.
Trágame, tierra.
¿Qué pasaría ahora si el coche no seguía andando cuando se pusiera en verde?
El semáforo tardó una eternidad. Cuando por fin cambió, solté el freno y el coche avanzó unos centímetros… lentamente… como si lo moviera el viento. Los conductores de atrás comenzaron a pitarme con desesperación. Claro, no veían mis luces de emergencia. Porque no tenía batería.
Y justo cuando estaba a punto de sobrepasar la intersección…
¡Se puso en rojo otra vez!
Definitivamente, el destino estaba riéndose de mí.
Cuando finalmente llegué a la gasolinera, empapado y al borde del colapso nervioso, el empleado me dijo con toda tranquilidad:
—Tienes que llamar a una grúa.
Y entonces, como salido de la nada, reapareció el mismo policía de antes. Supongo que me vio tan derrotado que decidió solidarizarse conmigo y ofrecerse a ayudarme.
—Si tienes pinzas, puedo darte carga con mi 4×4.
Nunca en mi vida quise tanto a un policía. Bueno, miento. También quise al chico que vino a mi tienda cuando me rompieron el escaparate. Guapo, fuerte, fibrado, cara aniñada de unos 23 años, uniformado… el policía de mis sueños. Qué bien le quedaba el uniforme. Qué ojos. Qué voz. Qué todo. Me quedé embobado mirándolo hasta que su compañero me sacó de mi trance con un brusco:
—¿Puede darme su carnet de identidad?
Mi salvador logró encender mi coche y me advirtió que fuera directo a un taller a cambiar la batería, porque se volvería a apagar en cualquier momento.
Y ahí me fui, con los nervios deshechos, conduciendo bajo la lluvia sin luces ni calefacción para no gastar energía. A paso de tortuga, con los cristales empañados y sin ver absolutamente nada.
Llegué al taller, me cambiaron la batería por 75 euros, luego llené el depósito con 37 euros más, y cuando creía que todo había terminado… me encontré con otra caravana de tráfico de media hora.
Salí de casa a las 16:30 y llegué a las 20:00. Cuatro horas de puro infierno.
Cuando al fin crucé la puerta de mi casa, me metí en la habitación y respiré hondo.
¿Qué acaba de pasar?
¿Qué día tan nefasto…?
Y como si la vida quisiera asegurarse de que no olvidara la jornada infernal que tuve, sonó el teléfono. Era la policía, haciéndome una serie de preguntas sobre las cinco denuncias que he puesto recientemente.
En la última semana me han roto varias veces el escaparate, han intentado incendiar mi tienda dos veces, me han robado la placa de la fachada y han dejado en la puerta de la casa de mi familia una bolsa con excrementos descompuestos, huevos podridos y huesos viejos.
Sí, es siempre la misma persona. Y ahora hay una investigación en marcha.
Una semana encantadora y un día maravilloso, ¿no crees?
Creo que me merezco otro buen baño de espuma.
¿Te apuntas?…