La tradición judía relata que, cuando el rey David se encontraba en los umbrales de la muerte, llamó a su hijo y sucesor, Salomón, para la despedida final. Salomón, aún joven e inexperto, estaba preocupado por la enorme responsabilidad que pronto recaería sobre él. Le rogó a su padre que le dejara algo que pudiera ayudarle en tiempos de crisis. David le entregó un joyero que contenía una moneda y le dijo:
—Cuando te encuentres en aprietos, abre este estuche y mira la cara de la moneda. Pero cuando estés en la cima del bienestar, vuelve a abrirlo, dale la vuelta y observa el lado opuesto. Que Dios sea contigo, hijo mío.
Y así, David murió.
Los años pasaron y Salomón, ya en el trono, se vio asediado por problemas graves. Entre los altos rangos de sus oficiales se gestaba una rebelión. Sus múltiples esposas le exigían favores y le presionaban para que levantara altares a los dioses que adoraban en sus tierras de origen. Además, el inmenso peso económico y logístico de construir el primer Templo de Dios en Israel se tornaba casi insoportable. Salomón, abatido y agobiado, recordó entonces las palabras de su padre y abrió el joyero. En la cara de la moneda leyó las palabras hebreas Gam zeh ya’avor, que significan: «Esto también pasará».
El mensaje lo reconfortó profundamente. Recuperó la confianza, tomó las riendas de su destino con decisión y superó todos los obstáculos: la rebelión se disipó, el majestuoso Templo fue completado y su esplendor opacó cualquier forma de culto pagano en Israel. Sus barcos surcaron los mares, trayendo riqueza y prosperidad a su pueblo. Reyes y dignatarios de todas partes peregrinaban hasta su reino para rendir tributo a su sabiduría y a su grandeza.
Sin embargo, en la cumbre de su gloria, Salomón olvidó las palabras de su padre. Nunca volvió a abrir el joyero. Fue entonces cuando Asmodeo, el Rey de los Demonios, golpeó la puerta de su corazón.
La caída de Salomón
Según la leyenda, Asmodeo había sido capturado y encadenado ante Salomón, convirtiéndose en su esclavo. Tener tal poder sobre el rey de los demonios fortalecía el orgullo del monarca y alimentaba su sensación de invencibilidad.
Cierto día, Salomón le dijo a Asmodeo que no entendía la grandeza de los demonios, pues si su rey podía ser encadenado por un simple mortal, ¿qué poder real tenían? El demonio le respondió:
—Si me liberas de estas cadenas y me prestas tu anillo mágico, te demostraré los poderes que poseo.
Confiado en su dominio sobre él, Salomón aceptó. En ese instante, Asmodeo se irguió con una de sus alas tocando el cielo y la otra apuntando a la tierra. Entonces, en un solo movimiento, tomó a Salomón, que ya había entregado su anillo protector, y lo lanzó a cuatrocientos kilómetros de Jerusalén.
Allí, despojado de su trono y sin poder alguno, el rey más sabio del mundo vagó por Israel durante tres años. Se alimentaba con lo que le daban en las casas donde pedía pan, y cada vez que exclamaba «¡Soy Salomón, Rey de Jerusalén!», solo recibía risas y burlas. El más sabio de los hombres se había convertido en un loco de atar.
Fue entonces cuando, en su miseria, recordó la moneda y la enseñanza de su padre: «Esto también pasará». Inspirado por esas palabras, reunió fuerzas, luchó con valentía y, tras grandes esfuerzos, consiguió recuperar su trono y su riqueza.
Sin embargo, ya de nuevo en la cima, sintió una inquietud en su interior. Si en los tiempos difíciles la moneda le había dado fortaleza, ¿qué mensaje encerraría para los momentos de gloria? Con renovada curiosidad, abrió el joyero, tomó la moneda, la volteó y leyó las mismas palabras que una vez le salvaron:
«Gam zeh ya’avor» — «Esto también pasará».
Fue en ese instante cuando Salomón comprendió la gran lección de su padre y se convirtió verdaderamente en el hombre más sabio de todos los tiempos.