El verano se ha esfumado sin apenas dejar rastro en mi piel. Cuatro días contados en la playa durante tres meses. Un verano desperdiciado. Ahora que arranca septiembre, con el otoño acechando, por fin llegan los días soleados. Pero, como dicta la infalible ley de Murphy, justo cuando me encuentro inmerso en el “plan A” de consultas y sin un solo respiro para disfrutarlos.
Después de 178 entrevistas de trabajo, por fin he encontrado a mi Mary Poppins. Se llama Óscar, tiene solo 20 años y, lo juro por todos los astros, es perfección encarnada.
Ojos azules como el mar, un rostro de simetría impecable, inteligencia afilada y un carácter encantador. Pero no solo eso: sabe de bricolaje, tapicería, pintura y hasta de carpintería. Organiza la casa con maestría, cocina de fábula y sus postres son dignos de un chef. Y por si fuera poco, su físico es una maldita escultura viviente. Fibroso, definido, con piercings estratégicamente ubicados y todo en su sitio. Un Adonis en mi propia casa… y encima gay.
Verlo día tras día, pululando por mi hogar, es una tortura deliciosa. Ayer lo encontré pintando mi habitación, semidesnudo, y tuve que recordarme a mí mismo que no debo acosar a mi empleado. Pero, ¿cómo se supone que uno se concentra cuando el deseo carnal se entrelaza con el olor a pintura fresca y Pronto? Mi cabeza es un hervidero de fantasías entre la bayeta y el trapo.
Intento comportarme con corrección, ser profesional y natural cuando estamos solos, pero la tensión es demasiado real. Y lo mejor (o lo peor) es que no soy el único afectado: Dani y Sergio también parecen hechizados por la presencia de nuestro particular pomo-chacho. De repente, mi asistente no trabaja solo: siempre está acompañado por mis dos colegialas internas, que se disputan la excusa de “ayudarle” con la limpieza. Nunca la casa estuvo tan impoluta.
Me recuerda al mítico anuncio de la Coca-Cola, ese en el que las oficinistas se amontonaban en la ventana para ver al repartidor musculoso cargar los refrescos. En este caso, la oficina es mi casa, y las oficinistas somos nosotros tres, muertos de la risa con la situación.
Pero más allá de su apariencia, Óscar realmente trabaja bien, y eso es lo que más me importa. Tiene un talento natural para el orden, la limpieza y el trato con los animales. Si no lo tuviera, por muy atractivo que fuese, no duraría en esta casa ni un solo día. Aquí no se contratan modelos, sino empleados eficientes.
Limpieza extrema y síndrome de Diógenes
Gracias a él, he hecho una purga histórica. Hemos tirado montones de cosas que llevaba almacenando durante tres décadas. Ha sido una especie de exorcismo doméstico.
Ropa de armarios y baúles, directo a los contenedores de ayuda humanitaria. Viejas sartenes y cacharrería, recogidas por el Ayuntamiento para su reciclaje. He cambiado la distribución de toda la casa: mi cuarto y el comedor han intercambiado lugares, la habitación de invitados ha sido reformada y la cocina está en plena transformación. Todo está tomando un nuevo aire, y me siento mejor. Pero también me he dado cuenta de una verdad incómoda: tengo el síndrome de Diógenes en versión funcional.
No me había percatado de cuánto guardaba hasta que me puse a limpiar. Creo que todos lo padecemos en cierto grado, aunque nos neguemos a admitirlo.
Entre enfermerías y travesuras caninas
Mientras la casa se renueva, mis animales me traen por la calle de la amargura.
Mi gato Tucho sigue con diabetes, lo que significa que cada mañana y cada noche le inyecto insulina. No empeora, pero su mejoría es desesperantemente lenta. Me rompe el alma verlo así. Todas las mañanas le ahogo en besos y caricias, y él, que no es tonto, se deja querer y lo aprovecha. Aún conserva ese aire de viejo cascarrabias con alma de niño-gato, siempre merodeando en busca de comida prohibida.
Las perras, por su parte, han destruido tres alfombras nuevas en cuestión de dos horas y media. Literalmente, las han rasgado con sus garras como si fuesen osos pardos en plena selva. Resultado: un suelo cubierto de marcas y una inversión de 75 euros tirada a la basura.
Por otro lado, mi gata Tomasita ha estado con gastroenteritis, así que lleva días bajo tratamiento con un antibiótico tan fuerte que parece una gata drogada. El veterinario asegura que no es grave, pero su estado de trance es cómico. Camina como si estuviera en una rave de los 90. Me pregunto si tomándome yo el antibiótico tendría el mismo efecto.
Entre consultas y obsesiones
Mi trabajo sigue a pleno rendimiento. Consultas sin descanso, clientes de todas partes del mundo y un horario que me exprime al máximo. Duermo cuatro horas al día, a veces menos. Las ojeras se han convertido en una segunda piel, y los 37 años empiezan a delatarse en canas y arrugas.
Me consuela que mi cara aniñada aún engaña al tiempo, pero siento que el envejecimiento está ganando la partida. Me está obsesionando.
Ayer, en un arrebato de reinvención, decidí afeitarme la cabeza al cero y decirle adiós a todas mis rastas de un solo tajo. Me miro al espejo y parezco un niño bueno, aunque en mi interior siga sintiéndome un viejo demonio.
Es increíble lo camaleónica que es la apariencia humana. En cinco minutos puedes convertirte en otra persona. La estética es una farsa efímera.
Nuevos caminos para Dani
Dani, mi pareja, ha estado trabajando en un campamento urbano como cuidador de niños. Ahora, mientras busca nuevas oportunidades, quiero ayudarle a encontrar su verdadera vocación.
Le he propuesto que estudie Imagen y Sonido en una prestigiosa escuela privada de Santiago de Compostela. Es una carrera costosa, pero creo que podría abrirle puertas y darle un futuro sólido. Además, tendría acceso a Periodismo en la universidad. No sé si querrá aceptar, pero haré todo lo posible por animarlo. Creo en él.
El cambio es inevitable
Mi casa, mi trabajo y mi mente están en plena transformación. Limpieza, orden, nuevas estructuras, nuevos caminos.
No sé hasta dónde me llevará todo esto, pero acepto el cambio. Lo necesito.
Y por ahora, lo único que sé con certeza es que mi asistente Óscar es una prueba diaria de autocontrol.
Voy a tener que rezarle a todos los santos… o llevar gafas de sol oscuras para no verlo demasiado.