Cuando estuve en Madrid, parece que lo que cogí no era una simple indisposición, sino una bacteria, un «bicho», un protozoo que probablemente se escondía en el agua. Ya te conté que pasé una noche infernal, vomitando sin control, y después vinieron casi dos semanas de descomposición total. Seguí el tratamiento antibiótico al pie de la letra durante diez días, tal como me indicó el médico, y parecía haberme recuperado. Sin embargo, apenas pasaron unos días tras suspender la medicación y volví a recaer con la misma intensidad.
Ahora estoy en mi segundo asalto contra esta plaga interna, tomando nuevamente los antibióticos durante doce días consecutivos. Me siento mejor, sí, pero también siento miedo. ¿Qué pasará cuando los deje otra vez? ¿Volverá la pesadilla? He visitado a un internista para obtener una segunda opinión, pero su actitud de indiferencia y su mirada vacía me dejaron claro que, más allá de cobrar su consulta, no tenía el menor interés en mi caso.
Así que, harto de médicos que parecen más preocupados por sus honorarios que por la salud de sus pacientes, he optado por automedicarme.
Cada vez creo más en la medicina y menos en los médicos. Muchos parecen moverse por inercia, coleccionando diplomas inútiles en sus paredes, pero sin la más mínima intuición o habilidad para diagnosticar. Su método favorito es el de los «descartes», una especie de ruleta rusa medicinal en la que te recetan pastillas al azar hasta dar con la clave, si es que alguna vez lo hacen. Y mientras tanto, visitas médicas, pruebas innecesarias y medicamentos con efectos secundarios devastadores se suman a la factura, financiando sus chalets y sus viajes de lujo.
Lo más triste es que el sistema sanitario sigue funcionando así: o tienes la suerte de dar con un «médico-adivino» que acierta de milagro, o te enfermas aún más con los tratamientos erróneos, o te curas solo con el tiempo… o te mueres.
Es indignante. Deberían obligar a muchos de estos «dioses de bata blanca» a volver a estudiar la carrera desde cero, con el vademécum en una mano y un manual de empatía en la otra. Porque sabe más la farmacéutica de la esquina que muchos de los especialistas que he visitado.
Y es que, a pesar de todo, creo profundamente en la medicina. La ciencia ha avanzado a niveles impresionantes, alargando la vida humana y mejorando su calidad de forma espectacular. Pero una cosa es la medicina y otra los que la practican. Existen grandes profesionales, sin duda, pero también hay una gran cantidad de incompetentes que no se molestan en hacer pruebas suficientes antes de lanzar diagnósticos. Y lo peor es que la mayoría de los pacientes no los cuestionan, ya sea por miedo o por simple resignación.
A lo largo de mi vida, he pasado por decenas de consultas y, hasta ahora, no he encontrado un médico «normal». No pido que sean simpáticos, simplemente que hagan su trabajo con profesionalismo y sin esa arrogancia insoportable. Puede que suene temperamental, pero esta es mi experiencia personal.
Dios mío, y pensar que a los brujos y videntes se nos tilda de timadores… ¡Si yo acierto más que ellos sin haber estudiado una carrera de medicina!
Para ser justo, debo reconocer que también he conocido médicos excepcionales. Mi doctor de cabecera de Adeslas, un pijo amante del golf y del pádel, es una de esas raras excepciones. Y mi oftalmólogo, un viejo rockero con la consulta decorada como si fuera un museo de los años 70, también merece una mención. Son profesionales con conocimientos reales y un trato humano impecable. Pero el resto… Madre mía, qué desastre.
Muchos ni siquiera levantan la vista del ordenador cuando entras en su consulta, y cuando lo hacen, es solo para corregirte con superioridad. No sé si es un problema kármico o simplemente un choque de egos, pero su actitud me crispa los nervios. Parece que acaban la carrera y automáticamente se convierten en seres insufribles, llenos de pedantería y desconectados de la realidad.
En fin, por ahora seguiré tomando el antibiótico, rezando para que esta vez sí acabe con el bicho de una vez por todas. Llevo un mes lidiando con esta historia y, sinceramente, ya le estoy cogiendo cariño… Me está dejando un tipazo. No sé si exterminarlo o ponerle nombre y enseñarle algunos trucos.
